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¿Cómo los ojos detectan la luz? ¿Cómo las ondas sonoras afectan los oídos? ¿Cómo los compuestos químicos interactúan con los receptores en la nariz y la boca generando olfato y gusto? ¿Cómo percibimos la brisa y los rayos del Sol? Estas sensaciones de temperatura y tacto que están en nuestra cotidianidad son esenciales para la adaptación de nuestro cuerpo al entorno. Aunque durante la primera mitad del siglo XX quedó claro que la temperatura y la presión activan diferentes tipos de nervios en la piel, David Julius y Ardem Patapoutian, ganadores ayer del Premio Nobel de Medicina, identificaron cuáles eran los transductores moleculares responsables de detectar y convertir el calor, el frío y el tacto en impulsos nerviosos en el sistema nervioso sensorial.
Desde el siglo XVII, el filósofo René Descartes se imaginó que había hilos que conectaban diferentes partes de la piel con el cerebro y, cuando la piel percibe alguna sensación -como el calor al pasar algo caliente por encima- se envía una señal al cerebro. A medida que pasó el tiempo se fueron desarrollando diversas investigaciones, pero una de las más importantes llegó en 1944, de la mano de los investigadores Joseph Erlanger y Herbert Gasser, que también habían ganado el Nobel de Medicina. Ellos lograron encontrar que había varios tipos de fibras nerviosas sensoriales que reaccionan a diversos estímulos.
Sin embargo, identificar cómo las personas sienten calor, frío, tacto y sus movimientos corporales por medio de impulsos nerviosos que nos permiten percibir y adaptarnos al mundo siguió siendo un misterio para la ciencia. David Julius y Ardem Patapoutian, por medio de sus investigaciones, completaron los eslabones en la comprensión de la interacción entre los sentidos y el ambiente. ¿Cómo lo hicieron? Julius, biólogo molecular y profesor de fisiología en la Universidad de California, empleó la capsaicina, un ingrediente que es clave para que los chiles sean picantes y que produce ardor.
El objetivo era identificar cuál era la proteína que estaba en las células nerviosas de la piel que responde al calor. Para hacerlo, primero se tomó una porción de las células sensibles a la presión por medio de una pipeta y así lograr identificar el receptor que responde a la presión, el tacto y la posición de las partes del cuerpo. Patapoutian, profesor de Scripps Research en California, por su parte, empleó las células que son sensibles a la presión para descubrir un nuevo tipo de sensores que responden a estímulos mecánicos en la piel y los órganos internos.
Nuevos avances llegaron cuando Julius y su grupo de trabajo crearon una biblioteca de millones de hebras de ADN que eran parte de los genes en las células nerviosas sensoriales. Luego se agregaron estos genes a las células que generalmente no reaccionaban a la capsaicina y encontraron que había uno de ellos que generaba una respuesta al compuesto de las células. Este gen permitió que las células construyeran una proteína, la TRPV1, que resultó reaccionar al calor percibido como doloroso, como cuando uno se quema con una llama.
Después, en trabajos independientes, cada investigador empleó mentol -una sustancia que se obtiene de la esencia de menta- para descubrir cuál era el receptor encargado de detectar el frío, llamado TRPM8, y otros activados por un rango de temperaturas diferentes. Una vez comprendieron cómo se generaban las respuestas de las células al tacto, a través de experimentos más exhaustivos en 72 genes, encontraron uno que permitía que las células respondieran, con una pequeña señal eléctrica, cuando se pinchaba con una micropipeta.
Piezo1, como lo denominaron los científicos, fue el gen que llevaba los planos de un receptor y encontraron que Piezo2, que fue el receptor sensible al tacto similar, tenía además la función de detectar la posición y el movimiento del cuerpo. Abdel El Manira, profesor, neurocientífico del Instituto Karolinska y miembro del comité del Nobel, aseguró que “sin los receptores no podríamos sentir nuestro mundo, sentir la necesidad de sacar nuestra mano de una llama o incluso estar de pie. Los descubrimientos cambiaron profundamente nuestra visión de cómo percibimos el mundo que nos rodea”.
Su trabajo, según el comité del Nobel, por primera vez, permitió comprender cómo el calor, el frío y la fuerza mecánica pueden iniciar los impulsos nerviosos que permiten percibir y adaptarnos a los cambios que está sufriendo el mundo. “Ha estimulado una investigación intensiva sobre el desarrollo de tratamientos para una amplia gama de enfermedades, incluido el dolor crónico”, añadió El Manira.
¿Quiénes son los ganadores?
Ardem Patapoutian, biólogo molecular que nació en Líbano durante la guerra civil, contó que cuando anunciaron el galardón estaba descansando, pues era un poco menos de las dos de la mañana en California, donde vive. Su teléfono estaba con la función de “no molestar” y, por tal motivo, no le entraron las llamadas de la organización del Premio Nobel para anunciar su victoria. “De alguna forma encontraron el teléfono de mi papá, que tiene 92 años y vive en Los Ángeles. Entonces fue él quien me llamó y recibí la noticia, lo que fue también algo muy especial”, contó el científico en una entrevista para la misma organización.
Por la guerra, Patapoutian tuvo que huir con su hermano a Estados Unidos, donde vive desde 1986. Durante un año vivió como electricista, repartiendo pizzas y escribiendo los horóscopos semanales para un periódico armenio. Y luego se incorporó a un laboratorio de investigación, en donde se enamoró de hacer investigación básica. “En Líbano, ni siquiera sabía sobre la carrera de científicos. Me interesé en el sistema nervioso y en estudiar el sentido del tacto y la sensación de dolor, porque parecía un objetivo más fácil que el cerebro mismo”, dijo.
David Julius también se obsesionó en comprender cómo funcionaban los receptores sensoriales del cuerpo. Consideró estudiar una carrera en ciencias mientras estaba en el bachillerato, cuando su profesor de física, un exjugador de béisbol de ligas menores, les comentó sobre el cálculo de la trayectoria de una pelota. “Fue la persona que me hizo pensar: ‘Quizá debería hacer ciencia. Luego, en mi posgrado y en mi posdoctorado, me interesé en cómo funcionaban los hongos mágicos y el LSD. En cómo las cosas de la naturaleza interactúan con los receptores humanos”, señaló.
En su laboratorio empezó a estudiar el funcionamiento de una amplia gama de sustancias naturales poco comunes, como las toxinas de tarántulas y serpientes coralinas, capsaicina de los chiles y los productos químicos que hacen que el rábano picante y el wasabi sean tan picantes.