Número, metáfora y filosofía
¿Cómo concibió Platón la corriente filosófica más importante de la historia: el idealismo?
Los historiadores dicen que existe una sola verdad, la Historia, y muchas versiones, muchas historiografías. Los físicos modernos sostienen una tesis inquietante: aseguran que existen muchas historias, que un fenómeno tiene varios pasados posibles y varios futuros probables, e incluso varios presentes… pero esto es muy ilógico para mi aristotélico cerebro. En consecuencia, propongo que aceptemos que existe una realidad allá afuera, un conjunto de cosas cuyas propiedades no dependen de nuestras observaciones; un universo más firme que la voluble especie que lo estudia. Esa realidad es tan vasta y compleja que no podemos analizarla sin fragmentarla. Consideramos algunos aspectos de las cosas y de los fenómenos, ignoramos otros, tratamos de descubrir las constantes, formulamos una tesis, la sometemos a la prueba de fuego de la experimentación, ajustamos la tesis y finalmente construimos una «maqueta» de ese pedazo del mundo.
Gracias por ser nuestro usuario. Apreciado lector, te invitamos a suscribirte a uno de nuestros planes para continuar disfrutando de este contenido exclusivo.El Espectador, el valor de la información.
Los historiadores dicen que existe una sola verdad, la Historia, y muchas versiones, muchas historiografías. Los físicos modernos sostienen una tesis inquietante: aseguran que existen muchas historias, que un fenómeno tiene varios pasados posibles y varios futuros probables, e incluso varios presentes… pero esto es muy ilógico para mi aristotélico cerebro. En consecuencia, propongo que aceptemos que existe una realidad allá afuera, un conjunto de cosas cuyas propiedades no dependen de nuestras observaciones; un universo más firme que la voluble especie que lo estudia. Esa realidad es tan vasta y compleja que no podemos analizarla sin fragmentarla. Consideramos algunos aspectos de las cosas y de los fenómenos, ignoramos otros, tratamos de descubrir las constantes, formulamos una tesis, la sometemos a la prueba de fuego de la experimentación, ajustamos la tesis y finalmente construimos una «maqueta» de ese pedazo del mundo.
A esta maqueta los hombres de ciencia la llaman un «modelo» y está formada por un económico sistema de apenas treinta y cuatro signos: los números y las letras. Todo el universo, todas sus sombras, partículas, piedras, flores, pájaros, dioses, estrellas, fantasmas y teorías pueden ser expresados con las diez cifras arábigas y los veinticuatro caracteres latinos de nuestro alfabeto de cada día.
Bueno, a veces sentimos que el lenguaje se queda se queda corto, es verdad, que no alcanza a describir el sabor del agua o la sensación de un beso. Entonces echamos mano de la metáfora y asunto resuelto. Hay metáforas tan poderosas y tan sueltas como el agua, y algunas pueden ser más poderosas que el veneno de un beso.
Tal vez no esté de más recordar que el papel de la metáfora no es meramente estético, juega un papel mucho más serio, la metáfora obedece a una urgencia vital: es la responsable de que un sistema de signos finito, el lenguaje, pueda dar cuenta de un conjunto de cosas infinitas, el universo.
Si nos ponemos alfanuméricos, las personas se dividen en tres categorías: los que aman las letras, los que aman los números y los pragmáticos, unas criaturas refractarias a los signos y que prefieren entenderse directamente con las cosas, con el barro, la piedra o la madera. Para estos, el signo es algo amenazante, una cifra oscura. Pero sus manos son diestras y de ellas brotan mesas, cuadros, notas, vestidos, peinados, manjares, conejos, rosas…
Algunos tenemos la fortuna de pertenecer a un cuarto grupo: somos «bilingües» y mantenemos buenas relaciones con ambos signos. En mi caso, la responsable fue la escasez. Crecí en una casa en la que faltaban muchas cosas y me tocó jugar con lo que había a mano, números y letras. Una aclaración: no me estoy quejando. Los niños nunca son pobres. La pobreza es algo que solo aqueja a los adultos. Los niños siempre encuentran tesoros debajo de una piedra o en sus bolsillos (un trompo, un grillo, un dulce…) o entre sus cabellos, o un poco más abajo, en su abigarrada y portentosa imaginación. El caso es que desde el principio estuve en contacto con ambas clases de signos, pero hoy me ocuparé solamente del número. Se lo merece. Si alguna entidad es digna de un ensayo, si algún signo cifra la modernidad, es el número. Para bien y para mal. Si una civilización futura quisiera resumirnos en una frase, podría decir: «Eran los tiempos del número…».
Las líneas que siguen pretenden rastrear los pasos de esta poderosa deidad. Por razones de espacio evitaré las simas de la economía, esa ciencia oscura que equidista de la matemática y la astrología. También evitaré los laberintos de la matemática moderna, para cuyas galas no tengo traje.
El principio
Los números son viejos. Se sabe que el lenguaje matemático del hombre primitivo tenía al menos tres palabras: «uno», «dos» y «muchos». Pero los signos numerales son nuevos. Deben tener la misma edad de la escritura pictográfica, unos diez mil años. Aparecieron donde apareció todo, la rueda, la escritura fonética, la astronomía, las bibliotecas, la escuela, el derecho: en Súmer. Pero la intuición del número es mucho más antigua que las letras. Hay testimonios de que el hombre ya contaba las cosas hace treinta mil años. Como no tenía signos numerales, hacía muescas en los huesos y rayas en las piedras. Es natural que así sea. La intuición de número debió ser tan antigua como la aparición de la conciencia. Quizá anterior. Quizá fue una de las causas de su aparición, junto con la muerte. Con solo ver un rebaño de fieras, un sol, dos frutas, mu chas estrellas, el hombre primitivo estaba frente al número, y debía sopesarlo: tres fieras…
Para ir, en cambio, de la pictografía a la letra, debió recorrer un largo camino. El número es natural, la palabra tal vez, las letras definitivamente no.
El primer círculo de alta matemática que registra la historia fue la escuela pitagórica (siglo VI a. C.). Eran mitad brujos, mitad hombres de ciencia. Y tan sofisticados, que sabían demostrar teoremas y construir sólidos como el icosaedro, un poliedro de veinte caras. Fueron los primeros en imaginar una tierra esférica orbitando en un engranaje heliocéntrico y habitada en las antípodas.
Clasificaron los hombres en tres grupos: los que vienen a pelear, los que vienen a vender, y los mejores, que vienen solo a ver.
Eran esotéricos: en sus banquetes solo se servía trigo, agua y cebada. Tenían prohibido mear de cara al Sol, tener golondrinas en la casa, criar aves de uñas corvas, caminar sobre pedazos de uñas ni de cabellos. Creían que el alma iba del corazón al cerebro, se nutría de sangre y se expresaba en palabras, «vientos del alma». El precepto de no mear de cara al sol es de origen egipcio, donde era sacrílego orinar frente al dios Ra. Pitágoras debió aprender este precepto en Egipto, país que visitó y del que aprendió su lengua y su geometría.
Los pitagóricos estudiaron el problema de la teselación, o el cubrimiento total de una superficie con polígonos sin dejar resquicios, y encontraron cuatro soluciones: una superficie se puede embaldosar con triángulos, rectángulos, rombos y hexágonos. Los sufíes, la secta culta del islam, conocían los trabajos del griego y sus arquitectos llenaron una ciudad española con vertiginosas y soberbias soluciones del problema, Granada. Los calados, los mosaicos, los taraceados y los arabescos de la Alhambra son un homenaje cifrado del islam a Pitágoras. Veinticinco siglos después, Maurits Cornelis Escher visitó la ciudad, descubrió la teselación y la aplicó en la construcción de esas perspectivas hechizadas, uno de los juguetes más apasionantes de la pintura moderna.
Todos nos enamoramos de objetos bellos. Pitágoras se enamoró de la belleza. Después de varios inviernos dedicados al estudio de los mejores himnos, de los edificios, esculturas, jarrones y cuadros más perfectos y de los muchachos más inquietantes, descubrió que el secreto estribaba en que todos guardaban proporciones exactas, sencillas, y que las más poderosas eran las “áureas” (un tercio, aproximadamente). Después creyó que el número también regía otras esferas: la amistad era una igualdad armónica; la salud era un equilibrio de elementos; la virtud era una armonía fundada sobre el número; un cuadrado simbolizaba la justicia. Allí donde nosotros vemos simplemente un buen resultado estético, un fallo justo o un cuerpo sano, Pitágoras veía una danza sincrónica de cifras. Entonces escribió (o dictó): «La esencia de todas las cosas es el número».
Cosa, número e idea
Cuando Platón leyó la sentencia pitagórica en la compilación de Filolao, sintió el estremecimiento de la revelación, la inminencia del advenimiento de la verdad última. Era un descubrimiento hermoso, profundo y ligeramente inexacto, pero la capacidad de abstracción y de síntesis que revelaba le inspiró el hallazgo de una esencia más profunda y universal que el número, la idea. Sí, detrás de todas las cosas estaba el número, pero detrás del número estaba el arquetipo primigenio, la idea. Así nació la escuela más vigorosa y fecunda de la filosofía, el idealismo.