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Cuando Eric Mueller, quien fue adoptado, vio por primera vez una fotografía de su madre biológica quedó abrumado por lo parecido que eran sus rostros. “Fue la primera vez que vi a alguien que se parecía a mí”, escribió. La experiencia llevó a Mueller, un fotógrafo de Minneapolis, a iniciar un proyecto que le llevó tres años en el que fotografió a cientos de grupos de personas relacionadas y que culminó con el libro Family Resemblance (parecido familiar). (Lea: ¿Cuál es el origen del síndrome de fatiga crónica? Nuevas pistas ayudan entenderlo)
Por supuesto, esos parecidos son comunes —y apuntan a una fuerte influencia genética subyacente en el rostro—. Pero cuanto más investigan los científicos en la genética de los rasgos faciales, más complejo se vuelve el panorama. Cientos, si no miles, de genes afectan la forma del rostro, en general de maneras sutiles que hacen casi imposible predecir cómo será la cara de una persona solo examinando el impacto de cada gen.
A medida que los científicos aprenden más, algunos comienzan a concluir que necesitan buscar en otra parte para desarrollar una comprensión de los rostros. “Tal vez estemos persiguiendo algo equivocado cuando intentamos crear explicaciones a nivel genético”, dice Benedikt Hallgrímsson, genetista del desarrollo y antropólogo evolutivo de la Universidad de Calgary, en Canadá.
En cambio, Hallgrímsson y otros colegas creen que pueden agrupar genes en equipos que trabajen juntos a medida que se forma la cara. Comprender cómo funcionan estos equipos y los procesos de desarrollo a los que afectan debería ser mucho más manejable que intentar clasificar los efectos de cientos de genes individuales. Si están en lo cierto, los rotros pueden resultar menos complicados de lo que pensamos.
Trazando el paisaje facial
Cuando los genetistas se propusieron por primera vez comprender los rostros, empezaron con la tarea más fácil: identificar los genes responsables de las anomalías faciales. En los años noventa, por ejemplo, comprendieron que una mutación en un gen causa el síndrome de Crouzon —caracterizado por ojos muy separados, a menudo saltones y una mandíbula superior subdesarrollada—, mientras que una mutación en un gen diferente conduce a ojos pequeños e inclinados hacia abajo, mandíbula inferior y paladar hendido, que es el síndrome de Treacher Collins. Fue un comienzo, pero estos casos tan extremos dicen poco sobre por qué los rostros normales varían tanto.
Después, hace aproximadamente una década, los genetistas empezaron a adoptar un enfoque diferente. Primero, cuantificaron miles de rostros normales identificando puntos de referencia en la cara de cada persona —la punta de la barbilla, las comisuras de los labios, la punta de la nariz, la esquina exterior de cada ojo, entre otros— y midiendo las distancias entre ellos. Luego examinaron los genomas de esos individuos para ver si alguna variante genética se correspondía con medidas faciales particulares, un análisis conocido como estudio de asociación de todo el genoma, o GWAS, por sus siglas en inglés.
Hasta ahora se han publicado unos 25 GWAS sobre la forma facial, con más de 300 genes identificados en total. “Cada región se explica por múltiples genes”, dice Seth Weinberg, genetista craneofacial de la Universidad de Pittsburgh. “Hay algunos genes que empujan hacia afuera y otros que empujan hacia adentro. Es el equilibrio total lo que termina convirtiéndose en ti y en tu apariencia”. (Lea: Un enorme y celebrado estudio del genoma enfrenta críticas por su análisis racial)
No solo hay una serie de genes involucrados en cada región facial en particular, sino que las variantes descubiertas hasta ahora no explican bien las características específicas de cada rostro. En un estudio sobre la genética de los rostros publicada en el Annual Review of Genomics and Human Genetics de 2022, Weinberg y sus colegas recopilaron resultados de GWAS sobre las caras de 4.680 personas de ascendencia europea. Las variantes genéticas conocidas explican solo alrededor del 14 % de las diferencias en los rostros. La edad de un individuo representó el 7 %, el sexo el 12 % y el índice de masa corporal aproximadamente el 19 % de la variación, dejando un increíble 48 % sin ninguna explicación.
Está claro que los GWAS no lograron capturar algo importante en la determinación de la forma de cara. Por supuesto, una parte de esa variación desconocida se debe explicar por el ambiente —de hecho, los científicos han notado que ciertas partes de la cara, incluidas las mejillas, la mandíbula inferior y la boca, parecen más susceptibles a las influencias ambientales como la dieta, el envejecimiento y el clima—. Sin embargo, algunos coinciden en que otra pista para este factor perdido está en la genética única de las familias.
Variantes grandes y pequeñas
Si las caras fueran simplemente la suma de cientos de diminutos efectos genéticos, como implican los resultados del GWAS, entonces la cara de cada niño sería una mezcla perfecta de sus dos padres, dice Hallgrímsson, alegando la misma razón de que si tiramos una moneda al aire 300 veces, en 150 oportunidades saldrá cara. Sin embargo, solo es necesario mirar a ciertas familias para ver que ese no es el caso. “Mi hijo tiene la nariz de su abuela”, detalla Hallgrímsson. “Eso debe significar que existen variantes genéticas que tienen un gran efecto en el seno de las familias”.
Pero si algunos de los genes faciales tienen efectos importantes que son visibles dentro de las familiares que los portan, ¿por qué no se observan en el GWAS? Tal vez las variantes son muy raras en la población general. “La forma de la cara es realmente una combinación de variaciones comunes y raras”, dice Peter Claes, genetista que estudia imágenes médicas de la KU Leuven, en Bélgica. Como un posible ejemplo señala la característica nariz del actor francés Gérard Depardieu. “No conoces la genética, pero sientes que es una variante rara”, explica. (Lea: Tras dos semanas apagado, Japón logra reactivar el módulo que tiene en la Luna)
Algunos otros rasgos faciales distintivos que son hereditarios, como los hoyuelos, el mentón hendido y la uniceja, también podrían ser candidatos para identificarse como variantes raras y de alto impacto, dice Stephen Richmond, investigador en el campo de la ortodoncia de la Universidad de Cardiff, en Gales, que estudia genética facial. No obstante, para buscar variantes tan raras, los científicos tendrán que ir más allá de los GWAS y explorar grandes conjuntos de datos de secuencias del genoma completo —una tarea que tendrá que esperar hasta que esas secuencias, vinculadas a mediciones faciales, se vuelvan mucho más abundantes, dice Claes—.
Otra posibilidad es que las mismas variantes genéticas con efectos pequeños puedan tener efectos mayores en determinadas familias. Hallgrímsson ha observado esto en ratones: junto a un grupo de colegas, en particular Christopher Percival, ahora en la Universidad Stony Brook, introdujeron mutaciones que afectan a la forma craneofacial en tres linajes consanguíneos de ratones. Descubrieron que los tres linajes acabaron teniendo formas faciales muy diferentes. “La misma mutación en una cepa distinta de ratones puede tener un efecto diferente, a veces incluso contrario”, destaca Hallgrímsson
Si ocurre algo parecido en las personas, es posible que dentro de una familia en particular —como ocurre con una cepa específica de ratones— los antecedentes genéticos únicos de esa familia hagan que determinadas variantes de la forma de la cara sean más potentes. Pero demostrar que esto ocurre en las personas, sin la ayuda de cepas consanguíneas, probablemente sea difícil, afirma Hallgrímsson.
El experto cree que sería mejor estudiar los procesos de desarrollo que subyacen a la formación de los rostros. Estos procesos involucran grupos de genes que trabajan juntos —a menudo para regular la actividad de otros genes— con el fin controlar cómo se forman determinados órganos y tejidos durante el desarrollo embrionario. Para identificar los procesos relacionados con la forma de la cara, Hallgrímsson y su equipo utilizaron primero estadísticas sofisticadas para encontrar genes que afectan a la variación craneofacial en más de 1.100 ratones. Luego recurrieron a bases de datos genéticos para identificar los procesos de desarrollo en los que participaba cada gen.
El análisis señaló tres procesos especialmente importantes: el desarrollo del cartílago, el crecimiento del cerebro y la formación ósea. Es posible, especula Hallgrímsson, que las diferencias individuales en el ritmo y la ocurrencia de estos tres procesos (y probablemente de otros) expliquen en gran medida por qué la cara de una persona es distinta de la de otra.
Curiosamente, parece que algunos de estos grupos de genes pueden tener “capitanes” que dirigen la actividad de otros miembros del equipo. De este modo, los investigadores que busquen comprender la variación facial podrían centrarse en la acción de esos genes capitanes en lugar de en cientos de actores genéticos individuales. El respaldo a esta idea proviene de un nuevo e intrigante estudio realizado por Sahin Naqvi, genetista de la Universidad de Stanford, y sus colegas.
Naqvi empezó con una paradoja. Sabía que la mayoría de los procesos de desarrollo están tan finamente sintonizados que incluso cambios sutiles en la actividad de los genes que los regulan pueden causar graves problemas de desarrollo. Pero también sabía que pequeñas diferencias en esos mismos genes probablemente sean la razón por la que su propio rostro se vea diferente al de su vecino. ¿Cómo podrían ser ciertas ambas ideas?, se preguntó Naqvi.
Para intentar conciliar estas dos nociones contradictorias, Naqvi y sus colegas decidieron centrarse en un gen regulador, el SOX9, que controla la actividad de muchos otros genes implicados en el desarrollo del cartílago y otros tejidos. Si una persona tiene solo una copia funcional de SOX9, el resultado es un trastorno craneofacial llamado síndrome de Pierre Robin, caracterizado por una mandíbula inferior subdesarrollada y muchos otros problemas.
El equipo de Naqvi se propuso reducir poco a poco la actividad de SOX9 y medir qué efecto tenía eso sobre los genes que regula. Para ello, diseñaron genéticamente células embrionarias humanas para poder reducir la actividad reguladora de SOX9 a voluntad. Luego, los investigadores midieron el efecto de seis niveles diferentes de SOX9 sobre la actividad de los otros genes. ¿Los genes bajo el control de SOX9 mantendrían su actividad a pesar de pequeños cambios en ese gen, sosteniendo así un desarrollo estable, o su actividad disminuiría en proporción a los cambios en SOX9?
El equipo descubrió que los genes se dividían en dos clases. La mayoría de ellos no cambiaron su actividad a menos que los niveles de SOX9 cayeran al 20 % o menos de lo normal. Es decir, parecían estar protegidos incluso contra cambios relativamente grandes en SOX9. Esta amortiguación —posiblemente resultado de que otros genes reguladores compensen las reducciones en SOX9— ayudaría a mantener el desarrollo en sintonía.
Pero un reducido subconjunto de genes resultó ser sensible incluso a cambios pequeños en SOX9, aumentando o disminuyendo su propia actividad en forma coordinada. Y esos genes, descubrieron los científicos, tendían a afectar el tamaño de la mandíbula y otros rasgos faciales alterados en el síndrome de Pierre Robin. De hecho, estos genes no amortiguados parecen determinar en qué medida —mucho o poco— una cara normal se parece a una característica del síndrome Pierre Robin. En un extremo del rango se encuentran la mandíbula subdesarrollada y otros cambios estructurales del síndrome. ¿Y en el otro extremo? “Se puede pensar en el anti-Pierre Robin como una mandíbula sobredesarrollada, alargada, con un mentón prominente —en realidad, algo así como yo—”, dice Naqvi.
En esencia, SOX9 lidera un grupo de genes que definen una dirección, o eje, en el que pueden variar las caras: desde más hasta menos parecidas al síndrome de Pierre-Robin. Naqvi ahora quiere ver si otros grupos de genes, cada uno liderado por un gen regulador diferente, definen ejes de variación adicionales. Sospecha, por ejemplo, que los genes sensibles a pequeños cambios en un gen llamado PAX3 podrían definir un eje relacionado con la forma de la nariz y la frente, mientras que los sensibles a otro llamado TWIST1 —que, cuando muta, conduce a la fusión prematura de los huesos del cráneo— podrían definir un eje relacionado con la longitud del cráneo y la frente.
Otra evidencia sugiere que Naqvi podría estar en el camino correcto al pensar que las caras varían a lo largo de ejes predefinidos. Por ejemplo, la genetista Hanne Hoskens, exalumna de Claes y que realiza su postdoctorado en el laboratorio de Hallgrímsson, clasificó rostros de las personas según su parecido con las características tradicionales de la acondroplasia —la forma más común de enanismo—, como la frente prominente y la nariz aplanada, entre otros rasgos (piense en el actor Peter Dinklage, por ejemplo). Aquellos en el extremo del rango con características más parecidas al enanismo tendían a tener diferentes variantes de genes relacionados con el desarrollo del cartílago que aquellos con caras menos parecidas a las tradicionales, halló la experta.
Si se producen patrones similares en otras vías de desarrollo, pueden establecer barreras que restrinjan la forma en que se desarrollan las caras. Eso podría ayudar a los genetistas a superar las complejidades para extraer principios más amplios que subyacen a la forma facial. “Existe un conjunto limitado de direcciones en las que las caras pueden variar”, afirma Hallgrímsson. “Hay suficientes direcciones como para que haya una enorme cantidad de variación, pero solo vemos un pequeño subconjunto de las posibilidades geométricas. Y se debe a que estos ejes están determinados por procesos de desarrollo, y estos procesos son relativamente pocos”.
Hasta que haya más resultados, es demasiado pronto para decir si este nuevo enfoque realmente contiene una clave importante para explicar por qué el rostro de una persona se ve diferente al de otra —y para entender el shock de reconocimiento que experimentó Eric Mueller cuando vio la foto de su madre por primera vez—. Pero si Hallgrímsson, Naqvi y sus colegas están en el camino correcto, centrarse en las vías de desarrollo puede ser una manera de abrirse paso en la maraña de cientos de genes que durante tanto tiempo han oscurecido nuestra comprensión de los rostros.