Rodolfo Llinás, el último brujo
Rodolfo Llinás, uno de los científicos más reconocidos de Colombia, ha dedicado su vida a estudiar esa caja negra que llamamos cerebro. Perfil.
Una de las personas que más saben en el mundo cómo operan los resortes de esa caja negra que llamamos cerebro es Rodolfo Llinás. Él cree que ha tenido suerte. La suerte, por ejemplo, de tener un abuelo que le enseñó a leer en la casa. Era un psiquiatra que estuvo preso en una de las tantas guerras del siglo XIX. “Aprendió en la cárcel el oficio de la relojería y respondía a todas mis preguntas de una manera sencilla y magistral a la vez. Para explicar cómo era un ataque epiléptico, por ejemplo, no tenía inconveniente en tirarse al suelo, convulsionar y echar espuma por la boca. Él me regaló una manera de ver la vida”. (Lea ¿Por qué no se puede mirar un eclipse solar directamente?)
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Una de las personas que más saben en el mundo cómo operan los resortes de esa caja negra que llamamos cerebro es Rodolfo Llinás. Él cree que ha tenido suerte. La suerte, por ejemplo, de tener un abuelo que le enseñó a leer en la casa. Era un psiquiatra que estuvo preso en una de las tantas guerras del siglo XIX. “Aprendió en la cárcel el oficio de la relojería y respondía a todas mis preguntas de una manera sencilla y magistral a la vez. Para explicar cómo era un ataque epiléptico, por ejemplo, no tenía inconveniente en tirarse al suelo, convulsionar y echar espuma por la boca. Él me regaló una manera de ver la vida”. (Lea ¿Por qué no se puede mirar un eclipse solar directamente?)
Sin embargo, a Llinás no le fue muy bien en los primeros años de estudio. Lo aburrían mucho las clases y cada año tenían que cambiarlo de escuela. El padre no lo presionaba. Llegó incluso a autorizarlo para que dejara de asistir a clases, pero siempre le señaló la importancia de que se relacionara con otros niños. El problema era que a Rodolfo lo fastidiaba el aprendizaje de memoria. A él no le bastaba saber, sino que quería entender. Y así se quedó. Por eso nunca le pareció excesivo dedicarle 20 años a una investigación.
También tuvo la suerte de nacer en una familia rica, estudiar medicina en la Javeriana y estudiar neurocirugía en el Massachusetts General Hospital en Harvard, pero pronto se convenció de que su vocación estaba en una rama menos operativa y más filosófica, las neurociencias básicas, y a ellas se dedicó para siempre. Entonces marchó a Minnesota y se aplicó al estudio de las motoneuronas, las células que generan los impulsos eléctricos responsables de todos nuestros movimientos, desde el parpadeo hasta el salto con garrocha. La pregunta que se hacía entonces era: ¿cómo nos movemos? Algo que al resto de los mortales no se nos ocurre preguntarnos nunca, quizá por la manía de estarnos moviendo.
En las vacaciones viajaba a Suiza y metía las narices en el laboratorio donde el Premio Nobel de Medicina W. Rudolph Hess (no confundir con el nazi homónimo) investigaba el órgano más feo y complejo del ser humano, el cerebro. Desde entonces tuvo dos vicios: trabajar en el verano y examinar cerebros en todas las estaciones.
En 1963 (tenía 29 años) llegó a Camberra, Australia, donde le ocurrieron dos sucesos muy importantes en su vida. El primero fue que sir John Eccles lo admitió como ayudante en su afamado laboratorio de neurofisiología. El segundo fue Giliam Kimbert, una atractiva filósofa especializada en epistemología. Debió ser algo a primera vista. Se vieron, se olieron, ¡qué circunvoluciones!, exclamaron para sus adentros, y el amor los envolvió. “Nos casamos, entre otras cosas, para tener tiempo de terminar las discusiones que comenzamos en Australia en 1963. Todavía estamos en eso”, le confesó alguna vez a García Márquez.
Entre el 63 y 69 hurgó en cerebros de distintas especies animales -tiburones, sapos, murciélagos, chimpancés, cocodrilos, aves, gatos, delfines y seres humanos- estudiando las distintas conexiones del cerebelo, trabajo que lo convirtió en la primera autoridad mundial en este centro de coordinación motriz. Las conclusiones se publicaron en un grueso volumen titulado Desarrollo y evolución del cerebelo, un tratado de fisiología comparada, en 1969. Ese mismo año publicó con Quastel y Hubbard, el creador de la cienciología, Electrofisiología de la transmisión sináptica, una obra ya clásica. La pregunta que lo desvelaba entonces era: ¿cómo pensamos?
Gracias a esta paciencia, y a los desvelos de una legión de monjes como él, Llinás logró entender muy bien cómo nos movemos y, parcialmente, cómo opera el pensamiento (los neurólogos lo saben casi todo sobre el desarrollo y la estructura del cerebro, pero saben muy poco sobre su funcionamiento).
Siguió trabajando en ello, claro, pero el tema que lo obsesionó luego fue la conciencia, esa otra vuelta de tuerca del pensamiento, ¡esa facultad que nos permite saber que sabemos, que somos! Es una empresa tan compleja y ambiciosa, que a los mortales nos cuesta mucho seguir siquiera la línea gruesa de estas investigaciones sin un principio de vértigo -los neurocientíficos son lunáticos sin remedio. Si el psicólogo es un Quijote luchando con fantasmas, el neurocientífico es un sujeto empeñado en fotografiarlos. Pero hay que reconocer que el tema es apasionante. La conciencia es para los laicos algo tan inasible y polémico como el alma para los religiosos-.
Llinás inventó sobre la marcha varios dispositivos de laboratorio, unas trampas sofisticadas para atrapar esta arisca presa, la conciencia. Entre otros, ha ideado medidores de alta precisión para registrar los cambios de voltaje y de corriente eléctrica que puede suscitar un estímulo en un punto dado del sistema neuronal. Como son cambios muy tenues -el consumo total del cerebro es de solo 14 vatios, la sexta parte del consumo de un bombillo doméstico- tienen que ser aparatos muy sensibles. El más conocido es el magneto-encefalógrafo, un milagro nanotecnológico que puede reunir hasta 96 microelectrodos y permite medir la actividad nerviosa del cerebro. (Lea La sonda espacial Gaia completó su cartografía de la Vía Láctea)
Con la ayuda de este ingenio descubrió que las células de la oliva inferior están acopladas formando una suerte de osciladores eléctricos. Estos osciladores están considerados hoy como uno de los descubrimientos más importantes de la neurobiología moderna, porque parecen ser el origen de la coherencia temporal que hacen posibles la motricidad y la conciencia.
Se repite aquí la evaporación del mundo que ya habíamos visto en el descenso a las profundidades de la materia. En el proceso de desarmar la materia para encontrar su esencia última, los físicos han encontrado moléculas, átomos, partículas, quarks, energía, ondas... hasta que la materia se les afantasma entre los dedos y al final solo les queda un espectro matemático, una ecuación, la sombra de un número.
Otro tanto parece suceder con la búsqueda de la conciencia. Luego de rastrearla a través de neuronas, axones, dendritas y sinapsis, de confundirla con el alma y adivinarla agazapada detrás de un pensamiento, ahora resulta que puede ser un ectoplasma electromagnético, es decir, la sombra de una ecuación.
Pero en una entrevista que leí luego me pareció que el sabio estaba recuperando la cordura: ya no andaba empeñado en tomarle fotos a la conciencia ni creía que estuviera ubicada en un lugar determinado de la cabeza: ya intuía que la conciencia es otra función de la mente, como el análisis, las emociones o el razonamiento abstracto, y que puede estar en todo el cuerpo. Creo que por aquí es la cosa. Al fin y al cabo el sistema nervioso central está compuesto por el cerebro y la médula espinal, de modo que no nos extrañemos si mañana descubren que el centro de la conciencia, el complejo neuronal clave, está en la región lumbar, concretamente entre las vértebras L4 y L5.
Nota. Es probable que la conciencia sea una creación narcisa. Así como los religiosos inventaron el alma para diferenciarnos de los animales, los laicos inventamos la conciencia.
En 2001 publicó El cerebro y el mito del yo, un ensayo de divulgación sobre ese kilo y medio de materia a la que dedicó su vida. Se vendieron 20.000 ejemplares, un récord para una publicación del género en Colombia.
Es un estudio de cómo el cerebro construye la realidad. Allí se lee, por ejemplo, que todo ocurre en la cabeza. Que en el mundo no hay olores, colores ni sonidos, así como tampoco existen “allá afuera” lo áspero ni lo liso, lo ácido ni lo dulce. Por un momento uno cree haberse equivocado de texto y revisa la portada para cerciorarse de que no se ha metido, por error, en un libro de filosofía oriental. Y lo más extraordinario es que estas afirmaciones están sustentadas con argumentaciones tranquilas y occidentales. El sonido, demos por caso, es una percepción, es decir, algo que solo puede realizarse a través de un animal. En el espacio únicamente hay ondas de presión aéreas, masas de aire que se contraen y dilatan por la vibración de la materia, por ejemplo la membrana de un bongó. Pero es solo cuando la onda golpea un tímpano, y este mueve un fino engranaje de huesecillos del oído medio, y este manda al cerebro un mensaje cifrado en impulsos eléctricos y el cerebro lo decodifica, que el bongó suena realmente. De manera pues que esos trinos de los pájaros, los colores de la tarde, el sabor del agua, la tersura de la seda y la fragancia de las flores son, todos, fenómenos interiores, cosas que suceden en ese microcosmos llamado cerebro.
La audacia central del libro, la que más polémica causó en los círculos académicos, es la negación de la existencia del yo. “El yo no existe. Es una hipótesis que el cerebro hace de su propia existencia”, afirmó impasible el sabio. Aunque nos alarma, hay que reconocer que es una afirmación coherente con su pensamiento. Llinás siempre ha sostenido que el cerebro es un simulador. Incapaz de traducir fielmente la realidad -a veces por limitaciones suyas, y a veces por la complejidad misma del universo- el cerebro construye modelos del mundo. Sobre estos modelos -un mundo netamente virtual- es que nosotros nos movemos. Y como le pedimos modelos de todas las cosas, para que lo dejáramos en paz el cerebro creó YO, una maqueta de sí mismo que ha ido ganando con el tiempo un prestigio insospechado. (Lea Todo lo que debe saber sobre el eclipse del 14 de octubre que se verá en Colombia)
Llinás va a cumplir 89 años. Está jubilado y retirado de la investigación, me dice su biógrafo Pablo Correa. Ignoro qué hace hoy, pero sé que ya no juega tenis. Supongo que les muestra a sus nietos las estrellas con el poderoso telescopio que le regalaron los ingenieros ópticos de la NASA y que aún no lo abandona su vieja obsesión: “Me gustaría saber cómo funciona el cerebro antes de morirme”, como confesó alguna vez.