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Si a alguien no le suena al instante el nombre de Jane Goodall, seguro que sí le suena la historia de una mujer inglesa que desde jovencita se dedicó a investigar el comportamiento de los chimpancés en África. Otros recordarán varias de las portadas de la revista National Geographic publicadas a lo largo de los tiempos y en las que aparece sentada mientras un chimpancé le escarba la cabeza, cargando a uno de ellos en su regazo, acurrucada mientras da la mano a un bebé chimpancé o tomando nota mientras observa a una manada de seis de esos primates en los bosques de Tanzania.
El trabajo de investigación que ha hecho Jane Goodall sobre la naturaleza y el activismo que ha llevado a todos los rincones del mundo para abrir la mente y el corazón de las comunidades sobre la relación coherente y armoniosa que debe existir entre los seres humanos y todos los componentes de los ecosistemas, la han convertido en el referente más respetado y el que miles han imitado.
En 1957 Jane llegó en barco a Kenia con apenas 23 años y sin títulos en ningún área de las Ciencias, pero con una profunda convicción que tuvo origen en su infancia: estudiar los animales en su hábitat y comprobar que tienen personalidad y emociones. Fue así como en ese viaje, que estaba planeado para visitar a unos amigos, conoció al paleoantropólogo Louis Leakey, quien vio en esa mujer rubia de enormes ojos azules el ímpetu y la disciplina que la llevarían desde 1960 a descubrir y entender el comportamiento en el estado más salvaje de nuestros parientes más cercanos, los chimpancés, con el objetivo de arrojar luz sobre la evolución humana.
Las impresionantes y reveladoras evidencias que la investigadora recolectó después de meses de estar internada en la selva observando a los chimpancés, la convirtieron en una de las biólogas de campo más importantes lo cual, además, le abrió el camino para entrar en el programa de doctorado en Etología de la Universidad de Cambridge, Inglaterra. Fue de esta manera como Goodall se convirtió en la octava persona en la historia de esa institución académica en acceder a un programa de doctorado sin título. En 1966 Jane se graduó como Doctora en Etología.
En este momento existen treinta y cinco Institutos Jane Goodall en sesenta y cinco países y el programa educativo Raíces y Brotes (Roots and Shoots) que ella también creó, cuenta con setenta sedes y cerca de un millón de integrantes que han aprendido y luego enseñado a los pueblos a entender que si destruyen los bosques, no sólo están destruyendo el hábitat de distintas especies sino que están acabando con su propia supervivencia; han mostrado el camino del empoderamiento a las mujeres con proyectos productivos con la tierra, el agua, las plantas y los animales; han convencido a centenas de líderes mundiales del impacto del cambio climático y, quizás lo más importante, es que en esos programas muchos han sido los niños, niñas y jóvenes que han roto las barreras de la pobreza mental y estructural y ahora son parte activa del cambio que necesita la humanidad para no seguir el camino de la destrucción de lo que la rodea.
Jane Goodall llegó a Colombia con su luz y su energía transformadora gracias a la gestión de la caja de compensación familiar antioqueña Comfama, que decidió engalanar su aniversario setenta con la presencia de esta grandiosa mujer, y de Nicolás Ibargüen, creador y productor de Elemental, el podcast de no ficción sobre el cuidado del planeta. Esta es la entrevista que concedió a El Espectador en un encuentro colectivo con Sara Constantino, creadora de contenidos sobre el medio ambiente.
El Espectador: En “El libro de la esperanza. Una guía de supervivencia para tiempos difíciles”, usted señala que vivimos tiempos complejos por los conflictos sociales, las guerras, el cambio climático, el racismo, y todo eso produce desesperanza. A la par, hace un llamado para que emprendamos acciones éticas que pueden ayudar a conservar el mundo para las generaciones futuras. Si una persona está en su casa o en su oficina, lee esto y siente que no está en su poder cambiar nada, ¿usted qué le sugeriría hacer para que sí se sienta parte de un cambio?
J.G.: Lo primero, es pedir a esas personas que involucren a sus hijos en el programa de Roots and Shoots; segundo, asegurarles que cualquier cosa que piensen y hagan en todos los momentos del día, tiene un impacto en el planeta. Por ejemplo, cuando compran algo podrían preguntarse si es un producto amable con el medio ambiente o si es resultado de malas prácticas laborales. Puede que sea más caro, pero las personas lo van a valorar más y van a gastar menos. Claro, también pueden preguntarse qué diferencia se logra si hacen eso. Pero es que no se trata sólo del que hace una compra, es el impacto colectivo y es reconocer que la gente ya está atenta a esas prácticas. Son millones de personas las que están tomando acciones en ese sentido, comprando éticamente, ese es un cambio enorme.
El Espectador: En el mismo libro relata lo siguiente: “David Barbagris fue el primer chimpancé que confió en mí y fue al primero que vi usar tallos de plantas para sacar termitas de un termitero (sus nidos de tierra). Luego lo vi sacarle las hojas a una ramita para el mismo propósito. En ese entonces, la Ciencia creía que sólo los humanos podíamos hacer herramientas y que esa era una de las condiciones que nos diferenciaban de los animales”. Además, comprobó que los chimpancés tienen emociones, personalidad e inteligencia. ¿Qué recuerda de la reacción del mundo cuando usted descubrió lo contrario de lo que hasta ese momento afirmaban los científicos?
J.G.: Lo primero que debo decir es que todo lo aprendí con mi perro de la infancia. Con él supe que lo que decían los científicos era incorrecto. Pero desde el principio yo tuve un don que me permitió hacer las cosas silenciosamente, aprender de los chimpancés y luego ir por todo el mundo para mostrarle a la gente que era verdad lo que yo había descubierto: pude mostrar la ternura que hay entre una madre chimpancé y su bebé o a los chimpancés resolviendo problemas. El supervisor de mi doctorado en Cambridge, por ejemplo, fue a Gombe, en Nigeria, y allí pudo ver con sus propios ojos todo lo que yo argumentaba.
El Espectador: El desarrollo vertiginoso del intelecto humano es lo que nos distingue de los chimpancés y otros animales. Siendo tan clara esa ventaja, ¿por qué somos tan violentos, irracionales y muchas veces tan estúpidos?
J.G.: Esto responde a nuestro egoísmo, y es que queremos seguir la vida a costa de lo que sea, no importa lo que se nos atraviese: la naturaleza, los animales y la gente también. Ese es el lado de los humanos que tenemos que tratar de cambiar y por eso es tan importante que informemos a la gente joven y que miremos lo que hacemos con el programa Roots and Shoots y los valores que allí destacamos. Si logramos poner a los jóvenes del lado correcto de la historia entonces estaremos trabajando por un mejor futuro. No podemos rendirnos. No importa lo que nos cueste, tenemos que seguir luchando.
El Espectador: Usted ha reiterado la importancia del buen uso del lenguaje y de un nuevo código moral universal para ser criaturas más compasivas y pacíficas. ¿Se puede lograr eso con los adultos o sólo resulta efectivo si se enseña desde la infancia?
J.G.: Los niños son muy importantes, pero de otro lado, hay muchos adultos que entienden lo que está pasando. Lo grandioso con los niños es que ellos tienen la posibilidad de afectar positivamente las decisiones de los adultos. Pero yo no le hablo sólo a los niños, también le hablo mucho a los adultos, CEOs de grandes empresas, líderes políticos. Es que ya no tenemos tiempo para concentrarnos en un solo grupo de la sociedad, nos toca trabajar en todo y con todos.
El Espectador: Los países en vías de desarrollo como Colombia están muy lejos de comprender e implementar políticas públicas sostenibles para hacer conscientes a los habitantes de la necesidad de reciclar, proteger y amar los ecosistemas, reducir la huella ecológica, cuidar de las especies nativas, entre muchas otras cosas. Me gustaría pedirle un llamado sobre la urgencia de estas acciones.
J.G.: Hay una urgencia desesperada para sacar adelante todas esas acciones pendientes. Por eso insisto en que usted, sus niños, todos conozcan el proyecto de Roots and Shoots. Yo visito los países donde lo desarrollamos y me encuentro con miles de niños que se sienten apasionados por el futuro. Lo otro que me estresa es ver cómo algunas personas quieren cambiar con agresividad la forma de pensar de los otros. Lo veo todo el tiempo y así no logramos las transformaciones que necesitamos. Tenemos que usar nuestro corazón.
El Espectador: ¿Y cómo se hace eso?
J.G.: Le doy un ejemplo: una vez yo estaba hablando con un CEO de una empresa muy importante y él me decía, “Jane, le juro que llevo ocho años trabajando incansablemente para que mi compañía sea sostenible ambientalmente y para que tenga prácticas más éticas en todos los lugares donde vendemos nuestros productos, en nuestras oficinas y en la forma como tratamos a nuestros clientes. ¿Y sabe por qué lo hago? Por tres razones: porque estamos acabando muy rápido con nuestros recursos naturales; por la presión del consumidor que cada vez pide más productos que se elaboren éticamente, pero lo que logró un balance en mi forma de ver lo que hacía fue mi pequeña hija de diez años de edad que un día me dijo, “papá, a mí me cuentan que lo que tú haces con tu empresa está dañando el planeta. ¿Eso es cierto? No olvides que este es mi planeta””.
Sara Constantino: ¿Cuáles son los valores y las actitudes que debemos cambiar para mejorar la relación con la naturaleza?
J.G.: Debemos reconocer que estamos haciendo demandas injustas e irreales. Y, además, tenemos que pensar en el crecimiento demográfico entendiendo que en unos lugares aumenta y en otros disminuye, pero lo cierto es que en 2050 se estima que seremos diez mil millones de habitantes en la Tierra.
Sara Constantino: ¿Cómo se imagina ese futuro esperanzador del que nos habló en la rueda de prensa y en el libro?
J.G.: Tenemos que imaginarnos un mundo en el que la gente rica deje de usar dos aviones privados y tres casas por familia, que quiera cambiar de vestidos todo el tiempo. Tenemos que imaginar un mundo en el que la gente no vaya en búsqueda de lo que quiere sino de lo que necesita. Esa es la clave para un futuro mejor.