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Hace un poco más de cien años, entre 1910 y 1915, el Museo Americano de Historia Natural (MAHN) envió a Colombia varias expediciones de investigadores y naturalistas lideradas por Frank Chapman, uno de los personajes más importantes en la historia de la ornitología y la conservación biológica.
Con mapa en mano, y a lomo de mula, Chapman y su equipo recorrieron importantes zonas del país con el objetivo de crear la colección más completa de aves, haciendo un registro juicioso de los lugares de recolección y sus travesías. Su paso también dejó cientos de fotografías y una gran obra: su libro Distribution of Bird-Life in Colombia: a contribution to a biological survey of South America, la primera gran síntesis de la avifauna colombiana.
Una de las fotos que quedó tras su visita revela la forma en la que se hacía ciencia en esa época: un grupo de cinco investigadores, todos hombres, blancos y norteamericanos, posa con sus mejores trajes y corbatas en el calor de Honda. En el fondo, casi imperceptible, hay un campesino colombiano del que no se sabe nada (ver foto enseguida). “Seguramente ese hombre de atrás fue una pieza indispensable en las expediciones, como muchas otras personas que, sin embargo, nunca fueron nombradas en sus libros ni en sus diarios de campo”, señala Daniel Cadena, decano de la Facultad de Ciencias de la Universidad de los Andes, quien ha dedicado gran parte de su vida a estudiar la biología evolutiva de las aves.
En cambio, aparecen descritas en detalle las 15.775 aves colombianas recolectadas durante las expediciones (1.285 especies y subespecies, y más de cien nuevas para la ciencia), que hoy forman parte de la colección del MAHN. “La realidad es que las colecciones más grandes de aves de Colombia están en Europa y Estados Unidos. Hoy, esos más de 15.000 ejemplares están en Nueva York, en la calle 79 con Central Park. Aquí no dejaron ni uno”, asegura Cadena.
Chapman era un hijo de su época. Y la ciencia, históricamente, se ha hecho así. Las expediciones científicas nacieron de la mano de las expediciones militares. Junto a quienes subyugaban y diezmaban a las poblaciones nativas de los nuevos descubrimientos estaban los naturalistas encargados de recoger las muestras de la flora y fauna de los territorios conquistados.
“Sin duda, todo lo que podemos hacer hoy en investigación es gracias a esa gente que vino hace 110 años y creó colecciones”, señala el biólogo. “Pero no todos los investigadores colombianos tienen acceso a esa información que está guardada en el exterior, solo algunos privilegiados”. Lo bueno, dice, es que eso ya está empezando a cambiar.
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La madrugada del 7 de mayo, Bogotá se despertó con una noticia inusual: indígenas del pueblo misak, que protestaban en el centro de la ciudad, habían derribado la estatua del conquistador Gonzalo Jiménez de Quesada. Una semana antes, en Cali, habían tumbado también la de Sebastián de Belalcázar y, a lo largo del paro nacional, cayeron otras figuras como la de Cristóbal Colón y la reina Isabel la Católica. Su mensaje era claro: no querían seguir viendo monumentos de sus verdugos como si hubieran sido héroes. “Tumbamos a Sebastián de Belalcázar en memoria de nuestro cacique Petecuy, quien luchó contra la Corona española”, aseguró el Movimiento de Autoridades Indígenas del Sur Occidente (AISO).
Como en Colombia, en la ciencia mundial también se han formado movimientos que están derribando sus propias “estatuas”. Una de las formas en las que la ciencia ha enaltecido históricamente a ciertos personajes es poniéndoles su nombre a especies de animales. “En el caso de las aves no se trata de estatuas físicas, sino de nombres de especies que honran a personajes que tuvieron comportamientos despreciables, que no merecían tal homenaje”, señala Cadena.
Desde hace algún tiempo, en Estados Unidos, un grupo de personas fascinadas por los pájaros (ornitólogos, observadores y aficionados) se puso en la tarea de escarbar en las historias de los epónimos (nombres comunes de aves otorgados para honrar a las personas). Aunque hay casos emocionantes, de aventuras inspiradoras y pioneros, también se encontraron con una gran cantidad de personajes que encarnan el lado más oscuro de la humanidad.
Al ave africana Lagonosticta rhodopareja se le conoce comúnmente como Jameson’s firefinch. En español, sería algo así como el pinzón de fuego de Jameson. James S. Jameson (a quien honra) era un naturalista británico que, durante una expedición a África, en 1888, compró a una niña local y la entregó a un grupo de caníbales “por diversión”. En su diario dibujó bocetos de la niña mientras era desmembrada.
No es el único ejemplo. Dos especies: Townsend warbler y Townsend’s solitaire invocan a John Kirk Townsend, ornitólogo nacido en Filadelfia a principios del siglo XIX, que en sus diarios detalló sus hazañas en los cementerios tradicionales de nativos americanos: desenterró y recolectó cráneos para estudios que buscaban demostrar la inferioridad de los pueblos indígenas. McCown’s longspur, otra especie, había sido nombrada en honor a John P. McCown, un general del Ejército confederado que luchó durante años por mantener la esclavitud en EE. UU.
El debate por estos personajes fue tan amplio que llegó hasta la Sociedad Americana de Ornitología (AOS, por sus siglas en inglés, que se encarga, entre otras cosas, de poner y arbitrar los nombres de las aves). El movimiento, que se formalizó en 2020 con el nombre Bird Names for Birds, pidió eliminar los epónimos de las aves, pues, aseguraron, querían que la ornitología y la observación fueran espacios más incluyentes. Que todas las personas pudieran realizar investigaciones futuras sobre cualquier ave sin sentirse excluidas, incómodas ni avergonzadas cuando escucharan o dijeran el nombre de algún pájaro. “Los nombres honoríficos, además de que recuerdan principalmente a hombres blancos, perpetúan el colonialismo y el racismo asociados a ellos”, señalan en su página web.
Al principio la AOS fue reticente y argumentó que cambiar los nombres podría generar inestabilidad, y que los libros, diarios de contabilidad y aplicaciones de observación tendrían que ser revisados y cambiados. Pero, finalmente, en una declaración, terminó reconociendo públicamente el problema. “Puede haber nombres en inglés que causen suficiente ofensa como para justificar el cambio solo sobre esa base”, escribieron. “Estamos a favor de tomar cualquier medida que haga que la ornitología y la observación de aves sean más diversas e inclusivas”, aseguró Mike Webster, presidente de la asociación.
Una de las primeras medidas fue conformar un comité diverso que permitiera recopilar toda la información posible sobre los sentimientos de las personas hacia los nombres comunes de aves. Y la búsqueda llegó hasta Colombia. En las últimas semanas Daniel Cadena recibió una llamada de Webster. ¿El motivo? Querían que fuera uno de los tres colíderes del comité conformado para escuchar todas estas voces y guiar al grupo interno de la asociación que se encarga de dar nombre a las aves. “La idea es, después, hacer recomendaciones sobre el espinoso asunto de cómo renombrar las aves”, explica Cadena.
“Sin embargo, soy muy consciente de mi papel y mi voz como latinoamericano. Y he sido claro en que no soy una cuota más. Llego con muchas preguntas e inquietudes. ¿Quiénes van a ponerles los nombres a las aves de Suramérica? Las aves americanas no son solo las de Norteamérica. De hecho, la mayoría viven en el continente del sur. ¿Cómo va a ser esa inclusión de voces realmente diversa?”.
Además, señala, si se piensa en estandarizar los nombres comunes de Suramérica, se trataría de “un absurdo”. “¿Usamos los nombres en español, guaraní, quechua, francés? Si decimos que en el español… ¿cuál debería ser entonces el nombre estándar? Hay aves que tienen hasta veinte nombres en diferentes sitios del mismo país”.
De hecho, Fernando Ayerbe-Quiñones, biólogo del Cauca, quien realizó la Guía ilustrada de la avifauna colombiana, aseguraba en una conferencia hace unos meses que en Colombia una sola especie, como la Piaya cayana, puede tener más de 55 nombres comunes.
El tema, asegura Cadena, ha dado para una discusión ética profunda, en la que se mezclan asuntos del pragmatismo científico, de la estabilidad de esos nombres que han servido como herramienta de comunicación y que son comúnmente conocidos, con temas relacionados con la justicia social (algo que a la ciencia no le había interesado mucho).
Descolonizar la ciencia, una discusión más amplia
Las expediciones de naturalistas durante siglos se tradujeron en autoridad científica, poder y riqueza para occidente, y también consolidaron inequidades estructurales que permanecen hasta hoy. La barrera del idioma, el acceso a materiales (como las aves que se llevaron en hace un siglo), la brecha entre hombres y mujeres y las barreras de acceso para afros, indígenas y personas de color son muestras de ello.
El año pasado, tres investigadores de las universidades de Michigan, Shieffield y Chicago, se pusieron en la tarea de recopilar todas las descripciones de las especies de aves desde 1950 hasta el presente. En sus hallazgos, publicados en un artículo que aún no ha sido revisado por pares, encontraron que el 95 % de las especies recientemente descritas son del sur global (principalmente de países como Brasil, Perú, Colombia, Filipinas e Indonesia), pero que la mayoría (68 %) han sido descritas por autores del norte global y por investigadores afiliados a instituciones de occidente. Además, los epónimos con los que las han nombrado son en su mayoría (68 %) en honor a individuos de esas regiones.
Basándose en las terminaciones en latín de los nombres de las especies, evaluaron las designaciones de género para los epónimos: el 81 % de aves con nombre de un solo individuo habían sido “bautizadas” en honor a hombres y apenas el 19 % a mujeres. Los hombres homenajeados, aseguran, eran descritos como colegas, científicos notables y patrocinadores, mientras que la mitad de los epónimos que honraban a las mujeres las describían como esposas e hijas.
Pero no se trata del único ejercicio por el estilo que se ha realizado. Christopher H. Trisos y Jess Auerbach son investigadores sudafricanos. Él es ecólogo y director del Laboratorio de Riesgo Climático de la Iniciativa para el Desarrollo y el Clima Africano, de la Universidad de Ciudad del Cabo, y ella es una antropóloga del Departamento de Antropología de la U. de North West, en la ciudad de Potchefstroom. En varios momentos de su carrera ambos viajaron a estudiar a países del norte, como Reino Unido y Estados Unidos, una experiencia que, cuentan, les hizo preguntarse cómo se ejercía y enseñaba la ciencia.
A su regreso a Sudáfrica las conversaciones con los colegas empezaron a cambiar. “¿Por qué seguimos usando el término ‘neotrópico’ si está relacionado con un descubrimiento científico descrito desde Europa, que lo vieron como algo nuevo aunque siempre existió?”, se preguntaba Trisos. La sensación era que algo estaba mal y debía empezar a cambiar. “Para mí, lo más importante era aceptar que la ciencia no es neutra; es una producción cultural, como cualquier otro sistema de conocimiento”, comenta Auerbach.
En medio de estas conversaciones se encontraron con Madhusudan Katti, ecólogo y doctor en Biología que emigró a Estados Unidos y trabaja en el Departamento de Recursos Forestales y Ambientales de la Universidad Estatal de Carolina del Norte. En marzo de este año, los tres publicaron en la revista Nature Ecology and Evolution el artículo “Descolonialidad y prácticas antiopresivas por una ecología más ética”, en el que dan cinco claves para cambiar la forma como se ejerce la ecología.
Similar al enfoque de los investigadores norteamericanos, utilizaron una base de datos con los nombres científicos de las especies de aves a escala global e hicieron un mapa que muestra en qué lugares del mundo fueron nombradas a partir de una persona o apellido europeo. “Los lugares con más nombres europeos son los países con más aves, como Colombia, Perú, Ecuador y la región de África central. La explicación es fácil: son los europeos los que han viajado categorizando la biodiversidad del mundo desde su punto de vista, ignorando los nombres locales”, dice el ecólogo Trisos.
Con este punto demostrado, los investigadores dan algunas claves de cómo descolonizar la ecología. Eso sí, no se trata de una lista exhaustiva, según Katti, sino de empezar una discusión sin tener que decir que todo el mundo lo está haciendo mal. Los cinco puntos que proponen son: descolonizar la mente, conocer la historia del lugar donde se hace la investigación, descolonizar a quienes se creen expertos, practicar una ecología ética y crear grupos inclusivos.
Aunque en la práctica estas ideas se traducen en muchas acciones, Una de las que más llama la atención es el “reconocimiento de tierras, una declaración formal que respete a los habitantes precoloniales de la tierra donde se está llevando a cabo un trabajo de recolección de datos o investigación”. Incluso, cuentan los investigadores, este reconocimiento de tierras se puede incluir en la publicación científica o tratar la misma tierra y su comunidad como coautores del estudio.
De alguna manera, lo que proponen con su publicación es que la ciencia, sobre todo la natural, no se desprenda de su contexto y de las personas que habitan, usan o cuidan los recursos. “Somos muy buenos en conocer la prehistoria de un lugar, su geografía, cómo evolucionan las especies, pero rara vez hay un ecólogo que reconozca que esos espacios tienen una historia humana, no son prístinos”, dice Katti.
Otra de las propuestas que dan es que cada vez que un investigador de un país desarrollado viaje a un país con ingresos bajos, se haga un intercambio. Es decir, que un científico del país de ingresos bajos pueda viajar al norte global a, por ejemplo, utilizar equipos y tecnologías a las cuales no tiene acceso.
Los esfuerzos por una ciencia criolla y participativa
Hace cien años, cuando Frank Chapman llegó a Colombia para hacer su inventario de aves, recorrió, entre otros puntos, las tres cordilleras, parte de los Llanos, el Caribe y el Pacífico. Fue una travesía extenuante que quiere repetir paso a paso un equipo interinstitucional de científicos, biólogos y ornitólogos colombianos, incluyendo a Daniel Cadena. “Hace cien años vinieron a hacer la ciencia por nosotros, pero hoy queremos hacerla nosotros, con el reconocimiento de las comunidades locales”, señala.
Las expediciones ahora son muy diferentes. Aunque siguen teniendo objetivos académicos, para Camila Gómez, bióloga e investigadora del Instituto Humboldt, tienen en cuenta algo que los naturalistas estadounidenses ignoraron: la participación de las mujeres y el conocimiento de las comunidades locales.
“Se están combinando un montón de saberes”, afirma la bióloga. “De académicos, de quienes viven en los territorios, de ornitólogos, grupos de observación locales, de líderes y lideresas comunitarias. Eso hace que estas expediciones sean más enriquecedoras”.
De hecho, un equipo de ornitólogas realizó la primera expedición de solo mujeres en el país, siguiendo los pasos de otro de los personajes escondidos de la época: Elizabeth Kerr, una de las primeras ornitólogas que llegó sola a Colombia y realizó las únicas colecciones de aves que existen del Chocó biogeográfico. “Aunque su nombre figura solo en dos líneas del libro de Chapman, quisimos conocer y rescatar todo lo que se sabía de su vida. Recorriendo sus pasos fuimos también a recolectar especímenes en el Tolima, como ella”, cuenta la bióloga.
Con el proyecto “Expediciones Bio 2020-2021: alas, cantos y colores”, las comunidades locales y rurales también podrán participar en procesos de formación para que sean ellas quienes hagan el monitoreo de sus aves y registren los cambios a lo largo del tiempo. Además, como dice Gómez, Colombia es el “hotspot” de aves mundial. “Mucha gente viene a Colombia a ver aves. Somos el país con más aves del mundo. Este proyecto busca también impulsar oportunidades de negocio para las comunidades locales, que involucren el turismo histórico (de las expediciones), con el turismo de biodiversidad”, agrega Cadena.
Otras victorias ya se han logrado con colaboración internacional. La U. de Cornell está digitalizando todos los especímenes que recogió Chapman hace un siglo, así como las libretas y los diarios de apuntes encontrados de los expedicionarios, para que estén disponibles y sean de acceso libre en internet. Además, en las próximas expediciones conjuntas podrían esperarse intercambios por esos ejemplares que hace más de cien años salieron de aquí.
La ciencia, en Colombia, quizá no tenga monumentos ni estatuas dedicadas a los primeros europeos que detallaron o clasificaron sus especies; pero lo que sí hay es una serie de investigadores e investigadoras, así como de comunidades con conocimiento local, que están dispuestos a cuestionar cómo se hace la ciencia.