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Con solo hacer una búsqueda rápida de las palabras The Descent of Man (El origen del hombre) en Google Academics uno se encontrará con que el documento ha sido citado más de 20.600 veces. En efecto, este libro publicado por Charles Darwin en 1871 se ha convertido en la biblia de la que partió mucha de la ciencia actual, especialmente de la biología evolutiva. Sin embargo, hay algunos científicos, sobre todo mujeres, que afirman que el texto tiene un vacío: entendió la sexualidad de las mujeres de forma pasiva, convirtiéndose en el primer pretexto para que hasta el día de hoy se hable en susurros sobre el placer femenino.
La teoría de la selección sexual de Darwin parte de la lógica que los machos se enfrentan a mucha mayor presión a la hora de conseguir una pareja, por lo que, evolutivamente, necesitan desarrollar ciertas características que los hagan más llamativos. Esto explicaría, por ejemplo, la melena de los leones o el hecho de que los hombres suelen ser más altos y fuertes. Mientras, las mujeres, por tener la ventaja de ser quienes quedan embarazadas y “se limitan” a elegir a su pareja, sufren de una menor presión y, por ende, tienen un rol más pasivo en la evolución. (Lea acá la primera parte de esta entrega: La ciencia también malinterpretó a las mujeres)
Con el tiempo, y agudizada por otros dos científicos hombres, Angus John Bateman y Robert Trivers, la teoría sexual de Darwin se tradujo en la excusa de que, evolutivamente, a los hombres les conviene ser promiscuos y a las mujeres castas y monógamas.
Bateman puso la primera piedra. Hacia mitad del siglo XX, el genetista realizó un experimento con moscas de frutas tratando de inferir el porcentaje de parejas sexuales que tenían las hembras y los machos a partir del número de hijos. Las moscas eran el insecto perfecto: se reproducen rápidamente y tienen ciertas mutaciones genéticas, como alas curvadas o ausencia de ojos, que se repiten en la descendencia y permiten rastrear quienes son los padres. Después de estudiar una población de moscas, compuesta en principio por el mismo número de adultos hembras y machos, encontró que el 80 % de los machos tenía tres veces más crías que las hembras.
La conclusión, a secas, podría no decir mucho, pero cuando fue retomada por Trivers en un artículo publicado en 1972 ganó mucha popularidad. Su teoría partía de que las hembras, al hacer una mayor inversión energética en tener un hijo (pues suelen ser las que dan de lactar y quedan embarazadas), no elijen una pareja sexual a la loca, pues deben ser cautelosas en dónde van a invertir esa energía. Los machos, por su parte, con menos que perder, pueden hacer varias inversiones sin considerarlo tanto. Coloquialmente, lo que sugería Trivers es que mientras para las hembras decidir con quién tener relaciones es el equivalente de invertir en una casa, para los machos es lo mismo que preguntarse en qué “corrientazo” comerán un día entre semana.
Pero mientras esta historia se estaba citando en varias revistas alrededor del mundo, Sarah Blaffer Hyre, una primatóloga que ha sido descrita como la “feminista darwiana original”, estaba haciendo otras observaciones.
Internada en una selva remota de la India, Hyre se dedicó a analizar a los Hanuman langur, unos micos que habitan en las selvas de India y que habían captado la atención de los primatólogos por una alta tasa de infanticidio. Lo que descubrió Hyre en ese tiempo fue que los asesinos de las crías eran machos externos al grupo, y que, aparentemente, lo hacían motivados porque pensaban que mientras el hijo siguiera vivo la hembra no iba a tener interés en copular con ellos. Las hembras, por su parte, notaron que los machos sólo mataban a los hijos de las micas con las que nunca habían tenido relaciones y, en una actitud contraria a la pasividad que les ha otorgado la teoría de la evolución, empezaron a tener sexo con varios machos para salvar a sus hijos. En este caso, para las hembras tener varias parejas sexuales era una mejor inversión; ser promiscuas les daba una ventaja de supervivencia a su hijos.
Como Hyre han sido varias las científicas que han buscado comprobar que no todas las especies funcionan bajo la lógica que propuso la tríada de Darwin-Bateman-Trivers. Angela Saini, periodista científica cita a varias en su libro Inferioir: cómo la ciencia entendió mal a las mujeres. Patricia Goway, por ejemplo, ha identificado que en los pájaros azulejo gorjicanelo, las hembras vuelan varias horas sólo para poder aparearse con machos que no son su pareja. La antropóloga Brooke Scelza, por su parte, se ha dedicado a estudiar a las mujeres Himba, un grupo indígena con algunos rasgos nómadas que aún habita en el norte de Namibia. En esta tribu, ellas tienen la libertad sexual de tener varias parejas sexuales (e hijos de diferentes padres), incluso cuando están casadas.
Son dos historias las que se han ido construyendo ¿Con cuál se debe identificar la especie humana? ¿Con las moscas de fruta o con los Hanuman langur? ¿O será una discusión que aún no está sellada?
Cuando le pregunto a Saini si todo esto no le produce la sensación de que se trata de un fraude, como pasó con los estudios del tabaco o las bebidas azucaradas, me responde que “de algún modo sí”. “Aunque dudaría en decir que es un fraude, porque son científicos que creen que están haciendo la investigación bien e incluso algunos la hacen bien. El problema es que ha existido mucha especulación”, concluye. Poder certificar si las diferencias entre hombres y mujeres son tantas, es un camino al que le queda mucho recorrido. Además del tamaño del cerebro y el comportamiento sexual, se suma la genética, tal vez uno de los campos más prometedores de la ciencia moderna. En nuestros genes, algunos creen, podrían estar las respuestas.
El enredo de las X y la Y
En 1895, la revista Scientific American publicó un artículo “científico” explicando por qué montar bicicleta podía ser peligroso para la salud de las mujeres. El esfuerzo muscular que debían hacer era muy distinto al que hacían con las máquinas de coser, pero ante todo ellas debían recordar que, incluso estando en casa, su sexo no estaba diseñado para sufrir esfuerzos musculares violentos.
via GIPHY Fuente: Libby VanderPloeg
En septiembre de este año, 122 años después, la misma revista publicó una edición especial dedicada a la ciencia del sexo y el género llamada No es una cuestión de mujeres (It´s not a women´s issue), una especie de reivindicación sobre lo que alguna vez se escribió allí. Su editora, Mariette DiChristina, la primera mujer en ocupar el cargo, hace el “mea culpa”. “En Scientific American no hemos hecho las cosas perfectamente pero, debo admitir, estamos mejorando. Por ejemplo, la mitad del personal de la revista son mujeres”, escribe al comienzo de la edición.
Al igual que sucede con el libro de Ángela Saini, Inferior: cómo la ciencia entendió mal a las mujeres, la revista repasa lo que se ha dicho sobre las diferencias biológicas (o construidas) de los sexos, pero también entra a sugerir que el estudio de las personas transexuales podría desafiar lo que dicen los libros de texto.
De nuestras clases de biología en bachillerato probablemente recordemos una lección básica: mientras las mujeres tienen dos cromosomas X, los hombres tienen uno X y uno Y. De ahí, se supone, parten la mayoría de las diferencias. Pero lo que viene diciendo la ciencia, “la nueva ciencia” de la que habla Scientific American, es que este territorio es menos simple de lo que se llegó a creer. “Los investigadores han encontrado células XY en una mujer de 94 años de edad, y los cirujanos descubrieron una matriz en un hombre de 70 años de edad, padre de cuatro”, cuenta otro de los artículos.
Kristina Olson, psicóloga creadora de TransYouth Project, una investigación que se está encargando de seguir la vida de niños trans entre los 3 y 12 años, y que planea seguirlos hasta los 20, también arroja algunos datos a la discusión. En un estudio desarrollado por la Universidad de Bélgica en el 2012, estudiaron gemelos y mellizos del mismo sexo en los que al menos uno de los dos se identificaban como transgénero. Cuando se trataba de gemelos idénticos, en 9 de las 23 parejas ambos se identificaban como transgénero. Cuando se trataba de mellizos, que en teoría comparten menos material genético, en las 21 parejas solo uno lo hacía. “La identidad transgénero podría tener un fundamento genético”, explica.
Es así cómo entender los sexos, y el espectro que habría en el medio podría estar plagado de interpretaciones distintas. Mientras algunos ven la menopausia de la mujer como el resultado de que ya no son atractivas y por ende los hombres ya no se querrán acostar con ellas, otros creen que hace parte de una necesidad de crianza cooperativa que les permita a las abuelas ayudar con sus nietos sin mayor distracción. A pesar de que se ha vendido la idea de que los hombres cazadores fueron el sustento de la mayoría de comunidades primitivas, se ha ido encontrando que en algunas tribus la recolección que hacían las mujeres representa hasta dos tercios de la comida que entraba al grupo. Más recientemente, la Encuesta Nacional Británica de Actitudes y Estilos Sexuales, que habló con más de 12.000 personas entre las edades de 16 y 44, encontró que el 80 por ciento de los hombres y el 89 por ciento de las mujeres prefieren la monogamia. La brecha no es tanta.
Antes de terminar de hablar con la periodista Ángela Saini le hago una última pregunta, la incómoda: ¿finalmente existen o no las diferencias biológicas entre sexos? “No lo podría responder, porque no soy científica e, incluso, creo que no existen los datos suficientes para que alguien lo responda. Pero lo que sí puedo decir es que no hay suficiente evidencia biológica que explique la gran inequidad de género que vemos en el mundo”. Luego se queda pensando y agrega, “pero al final creo que si sí existen esas diferencias, lo importante es lograr la equidad a través de los actos sociales y culturales, que es lo que aún está en nuestras manos”.
via GIPHY Fuente: Tim Lahan
(Lea acá la primera parte de esta entrega: La ciencia también malinterpretó a las mujeres)