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Las y los bonaverenses están expuestos a altos niveles de violencia y en medio de un conflicto entre organizaciones armadas. Prueba contundente de ello, son los vídeos, que han impactado a la opinión pública y al Gobierno Nacional, en los que se ve circular a jóvenes con armas largas por las comunas de la ciudad. La situación de Buenaventura no es un caso aislado. Según datos del Ministerio de Defensa, el número de masacres en lo corrido del 2023, hasta mayo, aumentó en 11% en comparación al año anterior y el número de víctimas creció en 15%. En el caso de los secuestros, tanto el número de ocurrencias como el de víctimas aumentaron en 126% y 162%, respectivamente. Las extorsiones reportadas incrementaron en 33% entre el 2022 y el 2023. Según Indepaz, hasta junio de 2023, 19 firmantes del Acuerdo de Paz han sido asesinados, solamente 2 personas menos que en el mismo periodo del último año del Gobierno anterior. Para terminar de describir el panorama, Somos Defensores identificó 258 agresiones individuales contra líderes sociales en los 3 primeros meses del 2023. Además de representar 2.9 agresiones diarias, es 2% superior al 2022, uno de los años con más asesinatos de defensores de derechos humanos.
Estos datos sugieren un deterioro en algunas condiciones de seguridad y un avance del control territorial, urbano y rural, de las organizaciones armadas. Esto es preocupante por varias razones: i) revertir estas dinámicas en el corto plazo no es fácil, ii) puede recrudecer los enfrentamientos entre la Fuerza Pública y las organizaciones criminales dado que la política pública es poco eficiente para resolver los problemas de violencia, y iii) puede promover el desarrollo de nuevos grupos paramilitares para resistir la gobernanza de estas organizaciones.
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En esta columna abordo el problema de seguridad actual desde dos perspectivas: el diseño conceptual de la política de seguridad y su desarrollo operativo. En un comentario de política del Centro de Estudios sobre Seguridad y Drogas (CESED) de la Universidad de los Andes, con María Alejandra Vélez y Michael Weintraub identificamos vacíos de la política de seguridad del Ministerio de Defensa que pueden resolverse. Por ejemplo, los procesos de negociación y sujeción deben complementarse con una estrategia militar que reduzca la capacidad operativa de las organizaciones criminales y con estrategias concretas que protejan a los líderes sociales. En cuanto a seguridad urbana, resaltamos que la política de seguridad debe reorientar recursos policiales hacia la vigilancia, dejando de asignarles tareas ajenas como eventos deportivos, culturales, entre otros; y proponemos estrategias concretas para reducir las violencias basadas en género.
Si bien la política del Gobierno pretende reflejar una articulación con la política de drogas, parece tener vacíos de conocimiento sobre las dinámicas de producción de cocaína que pueden limitar esa sinergia. Por ejemplo, dicha política propone no enfocarse en los actores más vulnerables de la producción de cocaína, pero prioriza la destrucción de laboratorios de pasta base, a pesar de que este proceso lo hacen, principalmente, campesinos cultivadores. Por último, la política enumera nuevas funciones para la Fuerza Pública en temas ambientales en lo que sugerimos limitar sus labores al acompañamiento de intervenciones de las autoridades encargadas y a las interacciones entre el detrimento ambiental con actividades ilícitas (acaparamiento de tierras, el lavado de activos, entre otras).
El Gobierno, además, debe hacer ajustes operativos en la ejecución de su política de seguridad. Los incentivos a partir de los anuncios sobre la Paz Total, la ley de sujeción, entre otros, contribuyen a que no haya claridad sobre los procesos que se adelantan y generan oportunidades para que las organizaciones criminales se fortalezcan. La sociedad civil no conoce la hoja de ruta de negociación con organizaciones criminales ni la priorización de los grupos que harán parte de estos procesos. La ausencia de priorización limita la asignación estratégica de recursos del Gobierno para lograr acuerdos sostenibles y que contribuyan a desescalar la violencia.
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Adicionalmente, los acuerdos que se vayan logrando deben complementarse con una línea de atención que caracterice a quienes hacen parte de estas organizaciones e implemente programas de resocialización para evitar la reincidencia y el resurgimiento de la violencia. Un ejemplo preocupante fue el piloto de Buenaventura en el cual no se hizo ningún desarrollo de política pública después del acuerdo entre Shottas y Espartanos, lo que puede explicar lo que ocurre en la actualidad. Por último, en el marco de los ceses al fuego, es necesario garantizar la capacidad operativa del Estado para hacer un monitoreo estricto del cumplimiento de cualquier acuerdo logrado. La verificación no puede limitarse al cese de enfrentamientos entre la Fuerza Pública y los actores armados, y tiene que incluir el cese absoluto de hostilidades en contra de la población civil, incluida la extorsión, el secuestro, entre otras.
La guerra no ha resuelto ninguna causa estructural del conflicto en Colombia; al contrario, ha profundizado vulnerabilidades y desigualdades socioeconómicas. En ese sentido, la búsqueda de una política de seguridad que no se limite a las estrategias militares y que incluya procesos de negociación y sujeción es conveniente. Ahora, la apuesta de cambio de política debe tener una posibilidad elevada de lograr resultados deseables, empezando por la protección de las comunidades históricamente expuestas a la violencia. Esa protección y garantía de la vida no está ocurriendo. Por el contrario, la exposición de las comunidades sistemáticamente victimizadas y en zonas históricamente afectadas por el conflicto ha crecido en casi todos los casos. Sin una política de seguridad integral, que incluya nuevas apuestas, que fortalezca la protección de líderes sociales y de los firmantes del Acuerdo del 2016, y que mantenga una estrategia militar que contribuya a recuperar el control territorial, no tendremos las herramientas de ser una potencia mundial de la vida. Sin una política de seguridad realmente integral corremos el riesgo de retroceder décadas a un contexto que promueva proyectos políticos que sacrifiquen derechos en nombre de la seguridad.