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La extrema desigualdad en el acceso a la propiedad de la tierra, donde pocos acumulan mucha tierra y muchos que la necesitan para vivir no la tienen, configura un problema agrario no resuelto, una bomba social que ha sido causa, consecuencia y condición propicia para la persistencia del conflicto armado colombiano. Teniendo como resultado, más de seis millones de personas campesinas, indígenas y afro, desplazadas forzadamente, tras haber padecido horrendas violencias, quienes dejaron abandonadas más de ocho millones de hectáreas (Acción Social, Proyecto de Protección de Tierras y Patrimonio de la Población Desplazada, 2010), que a la postre fueron despojadas, es decir, apropiadas por otros que se lucraron de este destierro a sangre y fuego, lo que ha sido entendido como una verdadera contra reforma agraria.
La contra reforma no fue espontánea, ni una conclusión que la literatura del conflicto hace hoy, fue un plan premeditado, con la participación de muchos actores, más allá de quienes asesinaron y cometieron todo tipo de violaciones a los derechos humanos. Así lo describió el ex jefe paramilitar Jairo Castillo alias ‘Pitirri’: Es que ahí había un complot. Uno iba matando a la gente, otros iban atrás comprando, otros iban de tercero, legalizando.
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El conflicto se acentuó en zonas del país con riquezas naturales y en lugares estratégicos, zonas donde se impusieron tras el despojo proyectos de agroindustria, principalmente palma aceitera, banano y forestales, extracción de petróleo, oro, carbón y otros minerales, o la construcción de megaobras de infraestructura vial o energética. Aún siguen en la impunidad funcionarios públicos del Incoder, notarías, jueces, empresarios, políticos y otras personas que apoyaron desde distintos roles la ejecución de este despojo.
En 2016, el Acuerdo de Paz revivió el propósito de hacer lo justo en materia agraria: dar seguridad jurídica a las propiedades campesinas y étnicas, redistribuir tierra a quienes no la tienen, y resolver conflictos agrarios y ambientales, como condiciones para la construcción de paz en el campo.
Para ello, el Estado colombiano se comprometió a formalizar, esto es, asignar títulos de propiedad a tierras de familias campesinas, en siete millones de hectáreas, a adjudicar tres millones de hectáreas más a familias sin tierra, y a crear una jurisdicción para resolver la conflictividad agraria moderna, que tiene la herencia del conflicto agrario que quería resolverse desde los años 30 del siglo pasado, 50 años de despojo por el conflicto armado y, el acumulado de la histórica negligencia institucional estatal.
Transcurridos cinco de los diez años de implementación del Acuerdo de Paz, el gobierno de Duque Marquez no da señales de tener un compromiso político serio en cumplir estos propósitos de formalizar, redistribuir y resolver conflictos agrarios. Más allá de los avances en reglamentación normativa, diseños institucionales y metodológicos, los resultados en los territorios más afectados por la guerra, no son tangibles, como paso a explicar.
La investigación realizada desde la Procuraduría General de la Nación sobre la implementación de los componentes de tierras del Acuerdo de Paz publicada a principios de este año, constató con la propia Agencia Nacional de Tierras que la cifra reportada oficialmente como resultado de formalización, de 1.966.691 hectáreas, incorporaba 1.053.142 hectáreas de adjudicaciones de predios realizadas con anterioridad al Acuerdo de Paz, esto es, tierras formalizadas antes de 2016, razón por la cual estos resultados no podían ser contabilizados como implementación del acuerdo.
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Restando las cifras de gestiones anteriores, a finales del 2020, el área formalizada tras la firma del Acuerdo de Paz real era de 913.548 hectáreas, esto es, el 46% de lo reportado por el gobierno, siendo una gestión deficitaria, no conforme con la urgencia y prioridad que merece hacer posible la paz en Colombia.
Esta limitada gestión en formalización, además, centró sus mayores resultados en territorios indígenas, pues 845.856 hectáreas formalizadas, fueron en titulaciones y ampliaciones de resguardos, en cumplimiento de sentencias y órdenes judiciales que amparan a los pueblos indígenas, lo cual no corresponde a una intención de promoción de la implementación del acuerdo de paz.
El Censo Nacional Agropecuario de 2014, nos mostró que el 1% de las explotaciones ocupa 81% de la tierra, mientras el 99% ocupa tan solo el 19% del área cultivada en el país. Los predios grandes (de más de 500 hectáreas) ocupaban 5 millones de hectáreas en 1970 y en 2014 pasaron a ocupar 47 millones. En el mismo periodo su tamaño promedio pasó de 1.000 a 5.000 hectáreas. Las explotaciones de menos de 10 hectáreas representan el 81% del total, pero ocupan apenas el 5% del área en producción, con un tamaño promedio de 2 hectáreas. Para revertir este problema, el Acuerdo contempló el mecanismo del Fondo de Tierras para la Paz, el cual busca a 2026 dotar de tres millones de hectáreas a población campesina y sujetos agrarios.
A la fecha, el Gobierno Nacional anuncia que más de un millón de hectáreas han sido ingresadas al Fondo de Tierras para cumplir con el propósito de la redistribución. Sin embargo, la Procuraduría General de la Nación encontró que, si se contabilizan estrictamente aquellas hectáreas disponibles actualmente para ser redistribuidas, lo cual es la finalidad del Fondo, esta cifra se reduciría en más de un 90%, ya que, según la información reportada por la Agencia Nacional de Tierras, solo 2.253 predios correspondientes a 96.471 hectáreas estarían sin ocupantes ni restricciones, disponibles para ser adjudicados a familias sin tierra.
El dichoso millón de hectáreas que anuncian del fondo, es en realidad, un inventario de complejos procesos agrarios que debe adelantar la Agencia Nacional de Tierras, para que algún día, esas tierras puedan llegar a estar disponibles, la mayoría de esos procesos están hasta ahora iniciando en sus fases preliminares, con lo cual está todo por hacer.
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Revisados los predios que se enlistan en el inventario del millón de problemas por resolver, el 93% de los procesos agrarios que están hoy en curso se adelantan bajo el Decreto Ley 902 de 2017, que creó un procedimiento único para los procesos agrarios con una etapa judicial, que necesariamente tiene que ser resuelta por jueces agrarios inexistentes, pues el proyecto de ley con que se pretende crear la jurisdicción agraria ha sido hundido en varias ocasiones por falta de apoyo del Gobierno y su bancada.
Ante la ocupación de áreas protegidas y degradación ambiental, destinación de enormes áreas a actividades extractivas, uso de áreas forestales destinadas hoy a ganadería extensiva, pues Colombia sólo tiene 15 millones de hectáreas de vocación ganadera, pero se destinan 34,4 millones de hectáreas a esta actividad, el Acuerdo de Paz previó el establecimiento de diferentes medidas para la resolución de estos conflictos ambientales que no ha implementado.
La jurisdicción agraria llamada a resolver los conflictos agrarios y ambientales en la ocupación y tenencia de la tierra no se ha creado. Es nula también la implementación de otros mecanismos como las Zonas de Reserva Campesina, de hecho, organizaciones campesinas y de derechos humanos han demandado su implementación, forzando a la Agencia Nacional de Tierras a que deje de dilatar más el trámite de nuevas zonas en la región de los ríos Guayabero y Güejar en Meta y Guaviare y, en Sumapaz en Cundinamarca, y ni aun así ha querido cumplir.
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El Gobierno además ha adoptado una política ambiental militarista para afrontar el cambio climático, puso en marcha la operación Artemisa y promovió la Ley 2111 de 29 de julio de 2021, que creó nuevos delitos ambientales y agravó penas de prisión, con la excusa de mitigar la deforestación en la Amazonía; reforma al código penal empleada para la criminalización de los pobladores campesinos ocupantes tradicionales de territorios con interés ambiental que hoy son denominados “enemigos” en la batalla contra la deforestación.
Así, el Estado además de negligente con la garantía y el acceso progresivo a la tierra de las comunidades más desfavorecidas del campo, de manera intencional los reprime y criminaliza, generando un nuevo riesgo de desplazamiento forzado, cerrando la posibilidad a que las comunidades locales contribuyan activamente en la protección y conservación ambiental como lo han propuesto en reiteradas movilizaciones sociales y espacios de diálogo, terminando de hacer trizas el acuerdo de paz.
Como dijo el maestro Darío Fajardo, “Para sembrar la paz, hay que aflojar la tierra”, y eso es una tarea pendiente de este país para construir un campo colombiano en paz con condiciones de dignidad humana, propósito superior e independiente de los gobiernos de turno, en el que toda la ciudadanía colombiana debería comprometerse si quiere superar esta guerra.
* Consultora en tema de tierras.