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El 29 de agosto de 2019 las Fuerzas Armadas bombardearon un campamento de las disidencias de las Farc en San Vicente del Caguán, Caquetá. Murieron ocho menores de edad.
El 2 de marzo de 2021 las Fuerzas Armadas bombardearon un campamento de las disidencias de las Farc en Calamar, Guaviare. Murieron tres menores de edad.
El 16 de septiembre de 2021 las Fuerzas Armadas bombardearon un campamento del Eln en Litoral de San Juan, Chocó. Murieron cuatro menores de edad.
Lo que en 2019 parecía un hecho derivado de un error de cálculo o de una cuestionable decisión, dos años después parece un patrón. A pesar de que mueren menores de edad, el Gobierno considera que las operaciones son exitosas. ¿El Ejército ha llegado a esos niveles de deshumanización e insensibilidad en nuestro conflicto armado?
El bombardeo de 2019 llevó a la renuncia del entonces ministro de Defensa, Guillermo Botero. Pero esto se debió más al ocultamiento del operativo que al asesinato de menores de edad. El Tiempo aseguró en su momento que una de las causas que sustentaron su salida fue “la polémica omisión de información sobre la muerte de ocho menores”. Lo grave no es matar niños, aparentemente, sino mantenerlo en secreto.
Meses después el lenguaje es otro. En este punto el Gobierno justifica abiertamente la muerte de menores de edad como una estrategia legítima en su lucha antiterrorista. En marzo, el ministro de Defensa, Diego Molano, justificó matar menores de edad porque, según él, la estructura narcoterrorista los convierte en “máquinas de guerra”. Hace unos días, el ministro del Interior, Daniel Palacios, calificó el bombardeo como una “operación quirúrgica”, es decir, perfecta. ¿Quirúrgica sabiendo que murieron cuatro menores de edad?
Para el Gobierno, el único problema parece ser que los grupos terroristas reclutan menores de edad de manera forzosa. Como son ellos quienes lo hacen, ellos tienen la culpa de que los menores mueran cuando se los ataca. Si los terroristas no incurrieran en el reclutamiento forzado, parece argumentar el Gobierno, ningún niño moriría porque no estarían en los campamentos. La culpa, evidentemente, es de los terroristas y no de las Fuerzas Armadas. Aunque el argumento sea debatible jurídicamente (el Estado tiene la obligación de prevenir el reclutamiento), es el que se ha usado para justificar los tres bombardeos.
Es difícil no ver la contradicción. Para el presidente Iván Duque es una atrocidad que los grupos armados lleven menores a sus filas y le causa dolor ver semejantes atropellos. Aun así, considera que las operaciones son legítimas según el Derecho Internacional Humanitario (DIH) porque se trata de un blanco legítimo.
En realidad, la discusión jurídica es más complicada de lo que cree el presidente, como lo mostraron mis colegas Alejandro Jiménez y Aaron Acosta en un artículo publicado en la página de Dejusticia. Primero, es necesario determinar si los niños reclutados tienen el carácter de combatientes, para luego analizar si la operación en cuestión respetó los principios de proporcionalidad, precaución, necesidad militar y humanidad.
Al margen de si es legítimo en el DIH, el asunto es más complejo y si se quiere más básico. ¿Cuál es el valor de la vida cuando se acepta la muerte de menores de edad —reclutados contra su voluntad— como un “mal necesario” para aniquilar a un objetivo militar? ¿Es realmente exitosa o quirúrgica una operación en la que el Estado mata intencionalmente a menores de edad? Todo parece indicar que no lo es.
Tal vez debamos cambiar lo que entendemos por éxito, porque en la guerra el verdadero éxito no puede implicar la muerte de niños, niñas y adolescentes.
*Investigador de Dejusticia