Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Por: Charli Spansky
Tenía el pelo blanco y la barba gris. Los ademanes sencillos de sus grandes manos parecían dirigir la orquesta de conceptos, libros, canciones, poesía, y otras riquezas de su mente cultivada en el delicado amor por los clásicos de la literatura y la Filosofía. Si tal vez quedaba algún amante de la democracia en Colombia, sin duda era este controvertido abogado, exvicerector de la Universidad de Antioquia y exiliado político en Argentina, a donde, después del asesinato de un amigo suyo en las calles de Medellín, salió corriendo por recomendación.
Caminé varias veces por las calles de su exilio en Buenos Aires, y pasé cerca de las escaleras de la estación del tren subterráneo que justo colinda con el clásico cafetín del barrio de Boedo, llamado Homero Manzi. Escaleras que el profesor tuvo que caminar muchas veces entre soledades y angustias del exilio, seguramente con algún libro bajo el brazo. Tomándome un café con leche y “medias lunas” en alguna mesa, me preguntaba introspectivo, cuál de estas pudo ser habitada por su singular presencia.
Para los tiempos de su exilio, Colombia era lo mismo que hoy aunque con matices diferentes. Lo cierto, es que exterminaron todo lo que pudieron, hombres de moral intachable y ciudades como Medellín fueron sometidas al oscurantismo del dominio de las mafias paramilitares hasta nuestros días. El cartel de Medellín, amo y señor de la ciudad, instalaba la cultura “traqueta” desvirtuando valores preciosos como el emprendimiento y la fortaleza paisa, con los cuales otro bando de humanistas, con este maestro a la cabeza, intentó resistir apelando a los principios.
En medio de esta confrontación, crecíamos los niños en los barrios de la ciudad, jugando partidos de futbol hasta las ocho de la noche, porque a las nueve comenzaban las “rondas” de las camionetas sin matrícula, que reemplazaron al diablo y la patasola de nuestros mitos. Las Convivir, como llamaban a estos patrullajes de gente armada que podía raptarse literalmente a quien quisiera, fueron los encargados del control y la articulación del paramilitarismo con la entonces gobernación de Antioquia. Mientras tanto, el profesor andaba Buenos Aires, sobreviviendo y releyendo a Borges, a quien tanto admiraba.
Años después de su exilio, desde la magistratura de la Corte Constitucional, tendría la tarea de confrontar a este poder que tiempos atrás se llevó a algunos de sus mejores amigos y que escalaria, muy a su pesar hasta la Presidencia de la República. Fue el momento de su paso decisivo de los libros a la política, la cual siempre trató de reivindicar. Como todo un filósofo de la Grecia clásica, anduvo las distintas “ágoras del país”, explicando con maestría el significado y la importancia de la democracia.
Los últimos días de su vida, insistió en empresas imposibles: unir la izquierda colombiana, ganar las elecciones presidenciales sin decir mentiras, sin comprar votos, siempre consecuente con sus principios no negó su condición agnóstica. Confrontó con inteligentes argumentos los poderes más peligrosos del país, y sin vergüenza alguna, defendió la orientación sexual diversa, el aborto como una decisión libre de la mujer sobre su cuerpo, y la eutanasia como el derecho a morir dignamente por quien así lo decidiera. Sin duda, era demasiado para un país retardatario y católico como el nuestro.
Así era Carlos Gaviria Díaz, el inolvidable maestro, que partió hace dos años, el mismo que a los jóvenes nos puso a vibrar tantas veces con sus argumentaciones apasionadas, el académico que un día quiso hacer política sin más interés que aportar en la construcción de una sociedad medianamente decente. El que cerró inolvidablemente su derrota en las presidenciales de 2006, con una frase a su estilo, citando a Borges, en la que tal vez rememoraba su exilio: “la derrota tiene una dignidad que la ruidosa victoria no merece”.