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Los discursos tempranos del gobierno Petro generaron muchas expectativas de que Colombia finalmente empezaría a superar una de las políticas de drogas más punitivas y costosas de la región y el mundo. Una política prohibicionista que, durante décadas, no ha logrado ninguno de sus objetivos y nos mantiene postrados ante la violencia, el miedo y la corrupción.
La intromisión de Estados Unidos pronto obligó al gobierno a mantener, parcialmente, el flagelo de la erradicación forzada y relegar el tema de la regulación de la cocaína. Pero, comenzando el 2023, la expectativa de cambios de fondo sigue en pie, tras la reciente convención cocalera en el Catatumbo donde se renovó el compromiso con un enfoque de participación local, desarrollo rural y gradualidad en la sustitución de cultivos.
Aun así, el riesgo de estancamiento está lejos de superarse, sobre todo en la regulación del cannabis – y la hoja de coca entera – a pesar de que el Ejecutivo la continúa apoyando en sus declaraciones. Para seguir avanzando, el Ejecutivo necesita urgentemente atender el vacío de liderazgo estratégico, diluido por el legado estructural del Estatuto de Estupefacientes y la ausencia de propuestas que den carne a la enunciación de principios.
El liderazgo que necesitamos para transitar hacia la regulación exige una coordinación de drogas con jerarquía ministerial, respaldada plenamente por la Presidencia. Tendría poder de convocatoria con entes gubernamentales y una diversidad de voces representativas de la sociedad civil, desde el cultivo hasta el consumo: asociaciones de cultivadores; liderazgos locales y étnicos en territorios clave; y mesas de consumidores.
También encontraría la forma de superar el estigma y las barreras jurídicas para incluir a los comercializadores mayoristas y minoristas, quizás aprovechando el espíritu de la “Paz Total” para promover que estos actores y sus milicias, protagónicos en la guerra y las drogas, transiten a modelos operativos no violentos sin dejar los vacíos de poder que históricamente han propiciado nuevos conflictos. Finalmente, este liderazgo traería contrapesos del sector salud, academia y medioambiente, para favorecer objetivos de salud y ambientales en la nueva política de drogas.
A un liderazgo de este tipo se le haría responsable de métricas que realmente sirvan. Se suplantaría la obsesión inútil con las hectáreas, laboratorios y cargamentos destruidos, para dar paso a indicadores de impacto alineados con los objetivos actuales. Por mencionar algunos: la legitimidad local de la política y sus operarios – ojalá locales –, la inclusión de poblaciones marginalizadas en los mercados legales y su dinamismo, la reducción de la violencia y protección de líderes(as), la atención al consumo problemático, la disminución del costo social de la ebriedad, los pagos por servicios ambientales alcanzados, y las hectáreas reforestadas con especies nativas.
Al vacío de liderazgo se le suma el vacío de propuestas de política pública en drogas prácticas e innovadoras. Porque lo cierto es que a Colombia le toca innovar, ya que copiar los modelos disponibles sería un error catastrófico. Aunque no adolezcan de virtudes, todas las experiencias de regulación de cannabis existentes comparten una característica inaceptable para nuestro país: la exclusión. Todas han terminado favoreciendo en los mercados legales a participantes nuevos, principalmente blancos o acaudalados, en desmedro de los actores actuales y pequeños. La estructura de estos mercados, basada en el alcohol, el tabaco o los medicamentos, impone requisitos operativos intensivos en capital de inicio y trabajo, y descalifica los conocimientos locales. Aun cuando se intenta subsanar la exclusión con acciones afirmativas, éstas suelen ser ineficaces frente a desventajas inherentes a las reglas de juego de los modelos regulatorios elitistas.
Como lo demuestra la tambaleante industria de cannabis medicinal colombiana, las lógicas de regulación excluyente para el cannabis producen distorsión y disfunción en el mercado. No es ético continuar una regulación elitista que genera dislocaciones adicionales a poblaciones rurales y urbanas en la primera línea de nuestros conflictos. Estas comunidades le piden al Estado aliviar la guerra, no perder sus modos de vida.
Quizás para algunos sea deseable suplantar el mercado actual por carteles legales de productos y servicios estandarizados y sanitizados, con monocultivos asépticos, y cadenas de dispensarios repetitivas estilo Apple Store – como las que ahora pululan en Estados Unidos y venden porros de 10, 15 y más dólares. Pero, en mi opinión, este blanqueamiento sería, usando una expresión gringa, “botar el bebé junto con el agua sucia de la bañera”: un atentado contra los ecosistemas culturales más vitales de la sociedad.
Además de los problemas éticos, todos los colombianos terminaríamos pagando las consecuencias probables de un modelo de regulación elitista – con nuevos desplazamientos, violencias, focos de deforestación, y “gentrificaciones” anti-cultura.
Ante los riesgos que supone repetir este guion, el Ejecutivo no puede darse el lujo de dejar en manos del río revuelto del Legislativo la oportunidad de reformar la política de cannabis, sobre todo porque la marihuana es la “droga” de entrada, no al consumo de otras sustancias, si no a la innovación en la política de drogas que Colombia merece. Además, permitir que naufrague la inclusión en el mercado del cannabis legal socavaría el capital político en pro del cambio, dilatando futuras reformas.
El Ejecutivo tiene amplio margen de maniobra para mejorar la normativa actual del cannabis en lógica de inclusión, y el Presidente les debe exigir a MinJusticia y MinSalud que se pongan las pilas. Existen diagnósticos exhaustivos sobre este tema. Aquí menciono un par de ideas clave: 1) Levantar la injustificable prohibición en el mercado nacional de la flor como producto medicinal, algo completamente rutinario en países como Alemania que además disminuiría barreras de entrada en Colombia; y, 2) Ampliar las definiciones de uso medicinal y científico de las sustancias psicoactivas, para reconocer la igual dignidad y legitimidad de epistemologías indígenas, afro y campesinas para gran parte de la población. INVIMA históricamente ha desdeñado los conocimientos tradicionales en contravía de principios constitucionales de pluriculturalidad. Colombia está en mora de promover la convivencia de medicinas con diferentes lógicas, quizás usando sellos distintivos que permitan al consumidor escoger a cuál epistemología y gobernanza adherirse. Esto permitiría sentar reglas de juego justas y daría contundencia en la práctica al tratamiento diferencial. El Cauca y las organizaciones indígenas son aliados estratégicos en esta materia y su aporte debe priorizarse en esta discusión, ya que en estos territorios se concentran los cultivos de cannabis más importantes del país y las experiencias más robustas de industrialización legal de la hoja de coca – sin duda otra gran oportunidad.
En paralelo, MinSalud puede avanzar mucho tanto en el fortalecimiento de mercados legales del cannabis como en el de otras sustancias, fortaleciendo las políticas para la atención al consumo problemático. Por ejemplo, se podría aceptar formalmente que los usos reductores del daño son medicinales y científicos. Amparado en esta lógica y epistemologías étnicas, MinSalud podría fortalecer y ampliar ejercicios de reducción de daños exitosos pero ignorados, como los del Fondo Nacional de Estupefacientes en materia de opioides, y formular propuestas para los consumos de estimulantes como el basuco.
Ninguna de estas iniciativas requiere esperar acciones del Legislativo. Además, si el Ejecutivo avanza, le daría norte a un Congreso disperso y empujaría una bola de nieve para lograr cambios fundamentales de la política de drogas.
*David Restrepo es investigador senior del CESED de la Universidad de Los Andes y Cofundador de ThisTopia Studios