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Hace unos días conversé con dos actores del conflicto, desmovilizados ambos, sobre sus visiones y apuestas para la paz en Colombia. En armas, ambos fueron altos mandos en sus respectivos grupos; uno del ELN y el otro de las AUC.
Hoy cumplen con sus responsabilidades judiciales y tienen proyectos que buscan acabar con el conflicto armado en Colombia. La conversación con ellos se dio en el marco de un curso de etnografía para la paz que estuve dictando el mes pasado, así que la discusión se abrió también a mis estudiantes de Columbia University y Uniandes.
Nuestros interlocutores contaron sus historias de vida, las causas y azares que los llevó a la guerra. “La guerra es la negación de la inteligencia”, dijo uno mientras nos contaba su experiencia en la guerrilla del ELN. “Hay un perdón jurídico y hay otro perdón—aún más importante—que es el real”, dijo el otro al responderle a una estudiante una pregunta sobre el perdón y la justicia. Agregó, “el ‘tas taseo’ de los fusiles de la guerra no deja escuchar al otro”.
Días después, caminando por el páramo de Chingaza, me encontré a Julián, un campesino de la zona que me contó parte de su historia y del desplazamiento de su familia desde Arauca hasta la sabana cundiboyacense.
“La primera vez que mi papá salió a recoger papa por acá, se le pusieron los pies morados del frío…él pensó que podía trabajar descalzo como lo hacía en casa”. Julián creció en la sabana y ha levantado a sus hijos a punta de trabajo digno, sobretodo trabajando la tierra de su patrón. Contó que tuvo muchas oportunidades para entrar a grupos armados, “de hacer las cosas mal”, pero él como la mayoría de colombianos optan por levantarse todos los días a trabajar y a criar a sus hijos para que nunca levanten un fusil.
Julián tiene 35 años y fue criado para la paz y no para la guerra; incluso habiendo tenido que dejar su hogar por culpa del conflicto. Julián y su familia están comprometidos con la paz, con el trabajo digno, y sobretodo, con la convicción de que se puede vivir sin eliminar al otro.
Julián—y las muchas otras historias que he escuchado a través de mis años de etnografía para la paz— me hicieron pensar en la charla con los excombatientes. “Colombia es una sociedad comprometida con la guerra”, nos dijo uno de los panelistas. “La guerra nos ha vuelto violentos a todos—Colombia es un país violento”, agregó el otro. Hasta hace muy poco yo estuve de acuerdo con esto.
En la academia norteamericana, y también en la Latinoamericana, Colombia es vista como una sociedad violenta y yo me había creído ese cuento. Muchos nos lo hemos creído. Nos hemos concentrado en entender la dinámica de la guerra porque desde hace al menos 100 años unas minorías nos han sometido a ella. Por concentrarnos en entender la guerra, hemos abandonado nuestros esfuerzos intelectuales, espirituales, físicos, y creativos para comprender y hacer posible la paz. Nos acostumbramos a buscar en la guerra y en los guerreros la expresión de la paz.
Esa minoría de guerreros, que a su vez obligan a otros—a los más pobres y vulnerables—a convertirse en guerreros hacen las paces cada 10 años; hacen pactos entre ellos, mientras la gran mayoría de colombianos busca un porvenir para sus hijos al margen del conflicto, en paz.
Cada 10 años vemos como los guerreros se sientan en mesas de negociación y se convierten en los expertos de la paz, el perdón y la reconciliación. Esto pasa mientras la gran mayoría que no se ha involucrado en la guerra— o sea que ha decidido vivir en paz— lee en los periódicos y ve por televisión cómo se equipara y se reduce la construcción de paz a la dejación de armas, a el cese de batallas. Nos contamos y recontamos la historia de que la paz se construye por medio de pactos entre guerreros y que son “ellos quienes construyen la paz”.
Si bien los procesos de paz, tal como los que desmovilizaron a las guerrillas de los 70s y 80s, el de Justicia y Paz, el de La Habana, y la Paz Total, son importantes, creo que debemos cambiar el enfoque para sacar a Colombia del discurso de la guerra. A los guerreros hay que desarmarlos y las mesas de negociación son eficaces en esto. Pero la construcción de paz no se hace en una mesa de negociación, y mucho menos guiada por los guerreros (guerrillas, paramilitares, y el estado).
Esto nos ha llevado a que tan pronto se firma un acuerdo de paz, arranque otro conflicto armado—que al final es el mismo de siempre. Sobre la paz aprendemos de los que están comprometidos con ella; o sea, de los millones de colombianos que se han levantado todos los días durante toda su historia a trabajar la tierra, a enseñar a leer y a escribir a nuestros niños, a hacer deporte y dejar el nombre de Colombia en alto en torneros internacionales, a escribir novelas y poemas, a enamorarse y hacer el amor, a hacer tinto para el trabajador de la fábrica, a recoger flores, a estudiar.
Es ahí, en las historias como la de Julián y millones de otras que está la fuente y el conocimiento de la paz en Colombia. No en los guerreros; a ellos tenemos que cobijarlos y darles la mano para que aprendan de la paz. “Los Mancusos” no deben ser llamados gestores de paz sino sus aprendices.
Tenemos el deber de construir otro lenguaje, uno que nombre, que descubra, que revele. Basta ya de eufemismos que oscurecen y confunden. Los guerreros, que son la minoría en la historia de Colombia, saben de la guerra mientras que la gran mayoría de colombianos saben de la paz. Nuestro deber esta en fijar nuestra atención a las sombras y escuchar los silencios de las grandes mayorías, de los que viven en paz a diario.
Contrario a lo que dicen los guerreros y los académicos, la mayoría de colombianos están comprometidos con la paz, trabajan por ella y se la ganan todos los días. Debemos descentralizar las narrativas de los guerreros y enfocar nuestros alientos discursivos y creativos en las vidas de los muchos ‘Julianes’ que hacen que la vida sea posible en Colombia. Ellos y ellas se merecen la paz que trabajan, y para que todos los colombianos nos la merezcamos, tenemos que aprender de ellos.
Esquirla: si utilizáramos la mitad del dinero que nos gastamos en las mesas de negociación para construir un mejor sistema de salud y de educación interrumpiríamos los patrones que llevan a las minorías a involucrarse en la guerra.