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Por: Pedro Valenzuela*
Reconociendo que el conflicto armado surge en parte como respuesta a la percepción sobre el carácter restringido y excluyente de la democracia colombiana y que “El ejercicio de la oposición política es fundamental para la construcción de una democracia amplia”, en los acuerdos de La Habana se pactaron medidas para fortalecer el pluralismo y facilitar la actividad política de los sectores de oposición y de los movimientos que surjan tras el fin del conflicto armado. Igualmente, se reconoció la necesidad de promover la reconciliación y la convivencia con base en el “respeto por las ideas, tanto de los opositores políticos como de las organizaciones sociales y de derechos humanos”.
A juzgar por encuestas de opinión recientes, esta será una tarea ardua que probablemente requerirá denodados esfuerzos durante generaciones. Pese a que el apoyo a la democracia como la mejor forma de gobierno ha recibido consistentemente un apoyo mayoritario (en promedio 65%, entre 2004 y 2014), existe en Colombia un bajo índice de tolerancia política (47% en 2014) expresado en actitudes abiertamente anti-democráticas. La opinión negativa sobre la oposición y las minorías ha sufrido una importante reducción (de casi 50% en 2008 a alrededor de 38% en 2013), pero un número significativo de colombianos aún las percibe como una amenaza y favorece la imposición de restricciones a su actividad. El reconocimiento de la libertad de expresión de los críticos del sistema y de su derecho al voto no alcanza el 50%, mientras que el derecho a realizar manifestaciones pacíficas apenas supera este umbral.
Más aún, para 2014 apenas una minoría de encuestados aprobaba la formación de un partido político de las Farc (19%), su participación en elecciones locales (16%), y que el gobierno garantizara su participación en política (22%).
Por otro lado, en contravía del enfoque de la “paz liberal” que presume la existencia de un estado unitario en el que un soberano único gobierna una entidad territorial delimitada, en Colombia existen múltiples espacios de autoridad controlados por estructuras de dominación emergentes o re-emergentes que constituyen verdaderas amenazas al cumplimiento de lo pactado en La Habana.
Diferentes estudios han demostrado que las guerras internas no generan inevitablemente la “trampa de conflicto” que las condena a repetir una y otra vez sus ciclos de violencia. No obstante, es claro que inclusive en las condiciones más favorables, las sociedades que ponen fin a una guerra mediante acuerdos negociados confrontan serios retos para la consolidación de la paz y la reconciliación.
Exorcizar la violencia de la historia política y social de Colombia exige no solo restaurar la “confianza vertical” entre los ciudadanos y las instituciones estatales, sino también construir “confianza horizontal” entre los ciudadanos, con base en un profundo cambio de valores en la cultura política de amplios sectores del país. Superar la estigmatización histórica de las organizaciones políticas de izquierda y de movimientos que articulan demandas y propuestas de cambio adquiere especial relevancia ante la perspectiva de que, como resultado de las oportunidades abiertas por los acuerdos de paz, aumenten las expresiones de conflictividad social y se configuren nuevos movimientos políticos de oposición.
Pero si los cambios en la cultura política de buena parte de los colombianos puede tomar generaciones, en un país donde apenas el 42% de los encuestados afirma estar dispuesto a respetar los resultados electorales en el nivel local que den como ganadoras a las Farc, resulta más urgente eliminar las múltiples soberanías que generan “espacios de indefinición” o “zonas de paz violenta” que amenazan con subvertir los esfuerzos de construcción de paz.