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La historia oficial ha querido posicionar que el origen de esta nueva era de violencia en nuestra sociedad se fundamenta en la disputa bipartidista entre liberales y conservadores como una extensión de las guerras del siglo XIX, poco se nos ha dicho del primer genocidio político ocurrido en este país contra una plataforma política independiente y de transformación democrática como la que encarnaba el movimiento Gaitanista y su líder natural. Pese a lo que muchos creen, lo que las elites políticas y económicas cercenaron en este país fue la posibilidad de apertura democrática y de aquello que sigue siendo una deuda para millones de colombianos: la redistribución de la tierra, y prefirieron imponer la consigna de la guerra.
Somos un país de víctimas: algunos historiadores dan cuenta que el aumento desbordado de la violencia en la década de 1940 causó que al menos el 2,5% de la población colombiana para ese entonces fuera asesinada, sin mencionar otros tipos de violaciones a los Derechos Humanos, lamentablemente con el correr de la guerra, la sangre y el fuego se fueron adentrando en cada uno de nuestros hogares lo que nos condujo a que hoy, según datos oficiales, seamos un país con casi 10 millones de víctimas, sin contar con los subregistros en crímenes como la desaparición forzada.
De manera paralela al desarrollo del conflicto, se da todo un movimiento de lucha por el reconocimiento de las víctimas como sujetos políticos y es que precisamente desde 1946 toda la normatividad del Estado colombiano estuvo direccionada a ese proceso de pacificación asistencialista que denominaron “rehabilitación y socorro” donde se consideraba a las víctimas como “damnificados de la violencia”, como si fueran consecuencia de un desastre natural sin ninguna causa aparente; mucha de la agenda pública se ha diseñado con objetivo de exculpar la responsabilidad de los partidos políticos, sectores económicos y el Estado mismo frente a las causas que originaron y mantuvieron la guerra.
Ya sobre las décadas de 1970 y 1980, las denuncias constantes por graves violaciones a derechos humanos ante la represión estatal y la incidencia del movimiento de derechos humanos lograron posicionar el debate entorno a la violencia política, lo que contribuyó a generar escenarios de articulación y denuncia como la Comisión Accidental en la Cámara de Representantes y el primer Foro Nacional de Derechos Humanos de 1979. Todo ello, son los antecedentes que condujeron a que la condición de víctima y la lucha por la materialización de sus derechos fuera adquiriendo una legitimidad pública, que fundamenta su autoridad en la búsqueda de la verdad convirtiéndolas en sí misma en portadoras de memoria.
En la historia reciente de nuestro país, el Acuerdo de Paz de La Habana y su implementación integral puede ser considerado como el mayor acto de reparación para millones de colombianos víctimas del conflicto, y no por el hecho que haya creado un sistema para garantizar los derechos de las víctimas a partir de su mismo reconocimiento como sujetos de derechos, sino porque el contenido y desarrollo de los cinco capítulos del Acuerdo son el vehículo para eso que María Hincapié denomina el duelo social y colectivo que, más allá de las reparaciones económicas, aspira a materializar transformaciones políticas, éticas y culturales dentro de una sociedad como la nuestra.
Lamentablemente, durante estos meses del nuevo gobierno el presidente Petro ha tenido que llevar consigo el lastre de cuatro años de incumplimiento del Acuerdo, la negación del derecho a la Paz y la continuidad de las violencias en varias regiones del territorio nacional, esas mismas que amparados bajo un sin número de siglas asesinan, amenazan y desplazan a comunidades enteras como lo ocurrido recientemente con más 280 familias de firmantes reincorporados en Mesetas (Meta). En medio de ese sentimiento colectivo por materializar la Paz Total, el actual gobierno tiene en la implementación del Acuerdo ese poderoso instrumento que le permitirá dejar atrás la estela de muerte de gobiernos anteriores y nos permitirá como sociedad generar las acciones para preservar la seguridad y la vida, pero sobre todo poner fin aquellas causas que originaron y han mantenido la violencia en Colombia.
*Título del libro de Fernanda Espinosa Moreno, 2021. Universidad Autónoma Metropolitana Unidad Cuajimalpa