De la paz querida a la paz caliente

Dejusticia
05 de febrero de 2019 - 03:18 p. m.

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Por Diana Isabel Güiza Gómez*

A mediados de 2016, 42 académicos conformaron La paz querida con el fin de expresar su apoyo a la salida negociada al conflicto armado colombiano y generar una masa crítica que desatara los cambios culturales y sociales para la paz. El nombre de este grupo ilustra la esperanza de muchos entusiastas en ese momento, entre quienes me incluyo. Con la paz, decíamos, lograríamos un dividendo humano, democrático y hasta económico. La guerra no solo ha causado la pérdida de miles de vidas humanas y un dolor profundo en las víctimas, sino también ha debilitado nuestra precaria democracia y drenado los recursos de la inversión social. Buena parte de los males de este adolorido país serían entonces resueltos, o al menos aliviados, con el acuerdo de paz celebrado entre el Estado colombiano y la ex guerrilla FARC-EP.

Con la pérdida del plebiscito, que mostró un país con heridas abiertas y altamente polarizado, esas promesas de la paz querida se han reducido a una paz minimalista, como algunos la han calificado: a pesar de los significativos logros de la dejación de armas de las FARC-EP y su transformación en partido político, así como el andamiaje institucional en función de las víctimas, las reformas en tierras y participación política reportan resultados tímidos. De acuerdo con el segundo informe de Kroc Institute, a 31 de mayo de 2018, la reforma rural integral y participación política arrojaban números rojos: 50% y 57% de compromisos no iniciados, respectivamente.

Me temo (y espero estar equivocada) que transitamos a un ritmo acelerado de una paz minimalista a una paz caliente, retomando la expresión usada por el profesor Francisco Gutiérrez en su columna de hace dos semanas. Me explico. En el contexto de la desmovilización de la guerrilla y la oferta de justicia transicional, los territorios enfrentan el aumento escalonado de la violencia ante la ineptitud, y hasta falta de voluntad, del Estado para cumplir los compromisos de seguridad, tierras y participación política del acuerdo de paz. A eso se suma el regreso del discurso antiterrorista que sustentó la política de seguridad democrática de Álvaro Uribe Vélez, cuyos costos en derechos humanos son bien conocidos, y que el gobierno y su partido, el Centro Democrático, buscan legitimar popularmente.

Es indudable que uno de los principales réditos del acuerdo de paz es la disminución sustantiva de homicidios y desplazamiento forzado. Sin embargo, la ola de la violencia contra líderes sociales y defensores de derechos humanos, así como excombatientes, es alarmante. Desde la firma del acuerdo de paz, 85 excombatientes han sido asesinados, según Misión ONU. Entre el 21 de noviembre de 2016 y el 31 de julio de 2018, la Comisión Colombiana de Juristas y otros centros de estudios reportan que 343 líderes sociales y defensores de derechos humanos perdieron la vida.

Estas cifras aumentan significativamente desde el cambio de poder político en el Congreso y la Presidencia: entre marzo y diciembre de 2018, fueron asesinados 45 excombatientes, de acuerdo con los datos de Misión ONU, y alrededor de 165 líderes sociales, según Indepaz. Las zonas que más reportan casos son Antioquia, Caquetá, Cauca, Córdoba, Nariño y Norte de Santander. Los informes revelan que esta persecución violenta tiene como blanco a quienes, desde las regiones, le apostaron a esa paz querida, esto es, los promotores de la restitución de tierras y sustitución de cultivos, en territorios que antes eran controlados por la guerrilla y el Estado ha sido incapaz de copar.

Es entonces claro que esta nueva ola de violencia es un muro de contención a los intentos de redistribución de bienes preciados como la tierra y poder en el nivel local, que prometía la paz. Con mi colega Alejandro Rodríguez ahondaremos en este punto, en una próxima entrada en La Silla Vacía. Hay distintos factores entrecruzados que pueden explicar el recrudecimiento de la violencia en las regiones, tales como la disputa territorial entre actores armados que no fueron desarticulados en el proceso de paz o hasta la reacción violenta de las élites (backlash elite).

La experiencia comparada demuestra que, en los procesos de democratización local, los movimientos sociales acceden a beneficios materiales y políticos, lo cual causa la reacción feroz de las élites rurales antirreformistas, así como actores armados, y esta, a su vez, conlleva al resurgimiento de la confrontación armada y el recurso a la solución militar. Al final, la democratización es revertida por la recentralización del poder. Así ocurrió en Filipinas, Perú en los ochentas y Colombia en el cambio constitucional del 91, como lo relata Leah Caroll, en democratización violenta.

En este contexto, la voluntad del gobierno y su partido por frenar la ola de violencia e impulsar las promesas transformadoras de la paz parece enrarecida. Cuando era oposición, el Centro Democrático atacaba al proceso de paz por rendir impunemente el país a los pies del terrorismo. Desde esa orilla, esa fuerza política construyó un discurso de fracaso anticipado de la paz que, hoy en el poder, se propone volver realidad, pues no muestra real voluntad para frenar la violencia ni para aterrizar la paz en los territorios. Por el contrario, sus esfuerzos parecen encaminarse a “calentar” la paz con el posicionamiento de un discurso guerrerista y el paulatino reemplazo de la agenda social de la paz por la estrateguia militar.

*Investigadora del Centro de Estudios de Derecho, Justicia y Sociedad- Dejusticia y profesora de la Universidad Nacional de Colombia.

 

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