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La reciente sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que condena al Estado Colombiano como responsable por el exterminio del partido político Unión Patriótica, revela la insondable, dolorosa y mortal distancia que existe en nuestra sociedad entre la política y la vida, entre la vigencia de los derechos humanos y la existencia de un Estado de derecho democrático, garante de los mismos. A tal punto que se podría afirmar que aún no cumplimos plenamente los principios e ideales que dieron origen al Estado de derecho moderno, proclamados por los representantes del pueblo francés el 26 de agosto de 1789, constituidos en Asamblea Nacional, cuando declararon en su artículo 2 que “La finalidad de cualquier asociación política --cuya máxima expresión es el Estado-- es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre. Estos derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión”.
Por ello mismo, en el artículo 16 fueron enfáticos en afirmar: “Una sociedad en la que no esté establecida la garantía de los Derechos, ni determinada la separación de los Poderes, carece de Constitución”. Ni hablar de lo relacionado con la finalidad y el sentido de la Fuerza Pública, según lo prescrito en su artículo 12: “La garantía de los derechos del Hombre y del Ciudadano necesita de una fuerza pública; por ello, esta fuerza es instituida en beneficio de todos y no para el provecho particular de aquéllos a quienes se encomienda”. Al respecto, la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), expresa: “que el Estado de Colombia es responsable por las violaciones de derechos humanos cometidas en perjuicio de más de seis mil víctimas integrantes y militantes del partido político Unión Patriótica (”UP”) a partir de 1984 y por más de veinte años”.
En uno de sus apartes más significativos, referidos al contexto político y social en que surge la Unión Patriótica, señala la CIDH: “El Tribunal recordó que la UP, se constituyó como organización política el 28 de mayo de 1985, como resultado de un proceso de Paz entre el Secretariado Nacional de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia y el gobierno nacional. Como consecuencia de su rápido ascenso en la política nacional y, en especial, en algunas regiones de tradicional presencia guerrillera, surgió una alianza entre grupos paramilitares, con sectores de la política tradicional, de la fuerza pública y de los grupos empresariales, para contrarrestar la subida en la arena política de la UP.
A partir de entonces, comenzaron los actos de violencia contra los integrantes, simpatizantes y militantes de la UP. La Corte pudo comprobar que la violencia sistemática contra los integrantes y los militantes de la UP, la cual perduró por más de dos décadas y se extendió en la casi totalidad del territorio colombiano, se manifestó a través de actos de distinta naturaleza como desapariciones forzadas, masacres, ejecuciones extrajudiciales y asesinatos, amenazas, atentados, actos diversos de estigmatización, judicializaciones indebidas, torturas, desplazamientos forzados, entre otros. Esos actos constituyeron una forma de exterminio sistemático contra el partido político UP, sus miembros y militantes, y contaron con la participación de agentes estatales, así como con la tolerancia y aquiescencia de las autoridades”. Es pertinente recordar que dicho exterminio comenzó durante el gobierno del entonces presidente Belisario Betancur, quien tuvo el valor y la lucidez de proponerle a la sociedad colombiana la búsqueda de la paz política mediante el diálogo y el reconocimiento de los movimientos guerrilleros como interlocutores políticos legítimos, en el marco de una política que denominó “Apertura Democrática”, promoviendo con tal fin el surgimiento de la Unión Patriótica como movimiento para la transición de las Farc de las armas a la política. Transición anegada en sangre, pues la CIDH “identificó un número de víctimas directas de los hechos de violencia sistemática en contra de integrantes y militantes de la UP entre 1984 y 2006 que supera las seis mil personas. En esa cifra se encuentran incluidos, entre otros, 521 casos de desaparición forzada de personas, 3170 casos de ejecuciones extrajudiciales, 1596 casos de desplazamiento forzado, 64 casos de tortura, 19 casos de judicializaciones infundadas, 285 casos de atentados o tentativas de homicidio, y 10 casos de lesiones”.
En esta vorágine de violencia paramilitar y terrorismo estatal, fueron asesinados dos de sus candidatos presidenciales, Jaime Pardo Leal, el 11 de octubre de 1987, en La Mesa, Cundinamarca y Bernardo Jaramillo Ossa, el 22 de marzo de 1990, en el aeropuerto El Dorado, de Bogotá. Por todo lo anterior, el mayor desafío para este gobierno del Pacto Histórico y su política de Paz Total es poner fin a la violencia política contra los líderes sociales, auténticos promotores de los Derechos Humanos, cuya cifra de asesinados en lo corrido del 2023 es ya de 14, según registro de Indepaz y de los miembros del partido Comunes, cifra que ya supera los 355 desde la firma de la paz en 2016, según reporte de la ONU, siendo Cesar Augusto Ruíz Gómez el más reciente, el pasado 6 de febrero en Riosucio, Caldas.
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