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Hace algunas semanas nos enteramos por los medios de comunicación que un grupo criminal reducto de la exguerrilla de las FARC había construido un colegio en los llanos del Yarí y le había puesto el nombre de un disidente asesinado por peleas entre bandas hace un par de años en Venezuela. La noticia parecía sumarse al realismo mágico de nuestros conflictos y de nuestros territorios, pero tomó otras proporciones cuando se anunció que posiblemente el gobierno recibiera esa infraestructura y le diera uso. ¿Cómo es posible que se permita que un actor armado construya una infraestructura pública y encima de todo el gobierno la vaya a usar? Las indignaciones y acusaciones no se hicieron esperar, varios medios y voceros políticos comenzaron a señalar esta acción del gobierno como una perversidad.
La semana pasada una prestigiosa emisora entrevistó al jefe de la negociación del gobierno con el llamado estado mayor central, varios periodistas interpelaron al negociador por la posibilidad de semejante exabrupto: ¿dónde está la legitimidad del Estado?, ¿cómo se va a recibir una obra financiada con dineros del narcotráfico?, etc., preguntas lógicas y con mucho sentido. Sin embargo, vale la pena no ir tan rápido en estos juicios de valor. Al psicólogo y pensador Carl Jung se le atribuye la frase: “Pensar es difícil, por eso la mayoría de la gente prefiere juzgar”. Considero que más allá de la camisa de once varas en la que se mete el gobierno con esa discusión, el suceso es un claro dilema moral para nuestra sociedad en el que vale la pena pensar, veamos.
Por una parte, como ya se ha dicho, no sería aceptable recibir una obra financiada con dineros ilícitos, ¿cómo se debería proceder entonces?, ¿debería el gobierno destruir la infraestructura? Esa parecería ser la conclusión lógica, pero entonces nos enfrentamos con la otra parte del dilema: en un territorio donde prácticamente nunca ha hecho presencia el Estado, donde no se encuentran bienes públicos para la educación en decenas de kilómetros a la redonda y donde hoy los niños reciben clase en una enramada, ¿en serio la presencia de legitimidad por parte del Estado debe ser llegar con maquinaria a destruir un colegio?
La solución no es fácil, por eso es un dilema. Vayamos un poco más allá, si nos salimos del caso y pensamos en otros comportamientos sociales ya más aceptados y aplicáramos allí la moralidad dura ¿debería pedírsele entonces a los colegios y universidades donde han estudiado hijos de traquetos y de políticos corruptos que devuelvan el dinero mal habido que recibieron o que aún reciben? o ¿deberían destruir las infraestructuras que financiaron con esos dineros? De no ser así parecería que la indignación por el colegio en las sabanas del Yarí tiene más un tufillo de relativismo moral desde el centro.
Lo cierto es que discusiones de ese tipo no tienen salidas optimas, al final la decisión por la que opte el gobierno va a dejar contentos a unos e inconformes a otros. Lo que creo central en este suceso es que efectivamente se requiere profundizar en un enfoque de paz territorial si queremos pasar de nuestras indignaciones centralistas a hechos concretos de paz en el territorio. Aquí no se trata de reivindicar gentiles; con quien hay que tener una mayor gentileza, que puede ser interpretada también como consideración, cortesía o empatía, es con el territorio y las comunidades que lo habitan. No creo que haya ningún derecho a que, desde Bogotá, opinadores o instituciones, sean quienes deciden si estas comunidades tienen o no infraestructuras para su educación y desarrollo, pero tampoco hay ningún derecho a que sean los actores armados quienes decidan sobre el bienestar de las comunidades.
La paz territorial requiere autoridad y presencia del Estado, también demanda que las voces de las comunidades sean tenidas en cuenta y que la intervención que se haga allí parta del enfoque territorial. Pero esa paz posible en el territorio requiere también hechos concretos y más ágiles por parte de los actores armados si en verdad tienen voluntad de paz. El resto debemos acompañar y ayudar a pensar cómo podrían darse mejores soluciones para la gente, es decir tener mucha más empatía con estas comunidades antes de caer en la tentación de juzgar, como ya nos lo recomendaba Jung.