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La Comisión de la Verdad encontró que la prohibición de las drogas generó una guerra dentro del gran conflicto armado. Pero, ¿cómo podemos garantizar la no-repetición si seguimos en la prohibición?
El Acuerdo Final de Paz hizo algo inédito en el mundo: incluir un capítulo sobre la principal economía ilícita que financió la guerra e incorporar dentro del mandato de la Comisión de la Verdad (CEV) la labor de desentrañar las complejas verdades detrás del nexo entre narcotráfico, conflicto armado y sociedad colombiana.
No es usual que un proceso de paz y de justicia transicional hable de una economía ilícita, pero en un conflicto como el colombiano la cocaína fue protagonista de la guerra. La tarea de esclarecer la verdad sobre el conflicto armado implicaba no solo develar lo ocurrido con los ejércitos que libraron la guerra sino también de las economías que los financiaron, así como quienes la propiciaron y se beneficiaron de la misma.
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Es claro que la economía de la cocaína potenció la capacidad de actores armados y que el narcotráfico, como modelo criminal de acumulación de riqueza y poder a través de la violencia, degradó la guerra y frenó procesos democráticos. Este es uno de los principales hallazgos de la CEV.
Pero en cambio no es tan evidente, al menos para los sectores que defienden la ‘lucha contra las drogas’, que las políticas desplegadas gobierno tras gobierno para enfrentar a capos, narcos, paramilitares y guerrillas fueron también fuente de violencia. Ese es el otro principal hallazgo de la CEV: la política de drogas en Colombia creó una guerra dentro de la gran guerra.
De los hallazgos, la CEV emitió dos recomendaciones gruesas: transitar a la regulación y reformar la política internacional de drogas. Cada recomendación suscita una pregunta, por ejemplo, en el tránsito a la regulación, ¿Cómo transformamos la política actual de drogas, con el peso de 50 años de su inercia? De otra parte, si se trata de reformar la política internacional a través de la regulación, ¿qué debemos hacer frente a las poblaciones afectadas por el legado de esa guerra contra las drogas?
Para la primera pregunta, algunas de las respuestas están en el detalle de las recomendaciones, y se encuentran en sintonía con lo que organizaciones campesinas e indígenas, organizaciones de reforma a la política de drogas, comisiones asesoras, y academia han dicho por años: hay reformas posibles aun dentro de las limitaciones de la prohibición. Por ejemplo, se debe reducir el uso de la cárcel para cualquier delito de drogas, tenemos que renunciar definitivamente al uso del glifosato, y necesitamos cambiar los indicadores con los que medimos el supuesto ‘éxito’ de las políticas. Estas y muchas otras recomendaciones están contenidas en el capítulo que ya conocemos de la CEV, de manera que la tarea para el nuevo gobierno está claramente delimitada.
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Pero el mero tránsito a una regulación es un tanto más incierto a la hora de medir el éxito. Si una fuente generadora de violencia es el enfoque prohibicionista y las políticas que lo aterrizaron en Colombia, la solución es regular las drogas, como recomienda la CEV. Pero la regulación no depende solo de nuestros procesos en el país. Al ser la prohibición actual una aplicación del sistema internacional de fiscalización de las Naciones Unidas, dependemos de factores por fuera de nuestro control. Pero lo que sí podemos controlar es el liderazgo diplomático para establecer de nuevo diálogos sobre la necesidad de reformar el sistema. No sabemos cuánto durará el tránsito, pero si hay un país con autoridad para poner este tema en la escena internacional, es Colombia, ahora con el respaldo de las recomendaciones de la CEV.
Frente a la segunda pregunta (¿Cómo reparamos las poblaciones afectadas por la guerra contra las drogas?), el capítulo deja más interrogantes que respuestas. Las personas y comunidades que han sido afectadas por la guerra contra las drogas no han sido reconocidas como víctimas por el Estado colombiano. Ni siquiera quienes perdieron sus medios de ingreso, vieron su salud afectada o fueron desplazados por el glifosato tuvieron un acceso efectivo a la justicia, pues como demostró la investigadora Kristina Lyons, el 97% de las quejas tramitadas ante la Policía por afectaciones por las aspersiones fueron desestimadas. Estos, entre muchos otros patrones de victimización y violación a los derechos humanos, fueron directa consecuencia de las políticas de drogas aplicadas en nombre de vencer a la insurgencia y sus fuentes de financiación. Sin embargo, todavía no han sido consideradas víctimas ni siquiera las poblaciones directamente afectadas.
Pero sobre esto, la CEV presenta una recomendación bastante amplia. En sus recomendaciones se hace un llamado a “crear espacios de reconocimiento y diálogo con las personas y comunidades de manera que puedan compartir sus testimonios” sobre los impactos de la prohibición. Parte de este ejercicio fue lo que sucedió y se esperaba fuera acogido en el mandato de la CEV. Organizaciones de la sociedad civil como el Centro de Derechos Reproductivos y la Universidad del Valle, así como Dejusticia junto a Fensuagro, hicieron llegar a la Comisión relatos, testimonios e informes sobre los patrones de victimización y los posibles caminos de reparación y no repetición. La expectativa era que en el proceso de la CEV se tuvieran en cuenta los testimonios, y que en consecuencia hubiera un pronunciamiento sobre posibles victimizaciones y posibles mecanismos de reparación.
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Pero esta recomendación nos devuelve a un punto de inicio, al 2017. Es cierto que hablar de reparaciones a la guerra contra las drogas tiene implicaciones enormes, sea en un contexto de cierre a la guerra contra las drogas, o en un escenario de proceso regulatorio de las drogas. Estaríamos hablando de la ampliación del universo de víctimas y del reto de determinar responsables y perpetradores. Este no es solo un dilema colombiano: las jurisdicciones y países que avanzan en la regulación del cannabis, por ejemplo, se están haciendo la misma pregunta: ¿cómo transitamos a la regulación y mientras tanto reconocemos el daño causado y buscamos maneras directas o indirectas de repararlo?
Por lo pronto, el informe de la CEV es un punto de partida. Con lo que nos dice la Comisión podemos empezar a fortalecer el consenso sobre los daños que le ha dejado la prohibición al país y construir el ambiente político para el proceso regulatorio. En ese proceso, no podemos dejar de lado acciones para atender las consecuencias de la guerra contra las drogas. Debemos seguir impulsando el reconocimiento y la visibilización de lo que se hizo bajo el pretexto de eliminar una planta.
*Subdirectora (e) de Dejusticia e investigadora de la línea de política de drogas - Dejusticia.