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A pesar de esto, investigaciones recientes informan que el consumo de drogas dentro de los centros penitenciarios no solo es más elevado que en la población general, sino que también es más problemático; es decir, tiene mayores consecuencias negativas para la salud de las personas en prisión, ¿por qué?
En contra de toda evidencia científica al respecto, en Colombia, la privación de la libertad, más que una oportunidad de resocialización para las personas, es sin duda un castigo, debido a las condiciones en las cuales vive una persona una vez se impone una medida intramural. No en vano tres de las cuatro veces que se ha declarado la emergencia carcelaria ha tenido que ver con la violación de derechos humanos a las personas privadas de la libertad.
Por ello, el consumo de drogas dentro de los centros penitenciarios es utilizado para la convivencia entre la población, así como para coexistir en las condiciones insalubres de alimentación, el hacinamiento e incluso la escasez de agua potable, ni que decir sobre la imposibilidad de acceder a servicios de salud.
Bajo este contexto, claro que es posible pensar que el consumo de sustancias pueda cumplir una función social y ser adaptativo para estas personas. Para nadie es un secreto que el uso de bebidas alcohólicas facilita las interacciones sociales, que sustancias como la marihuana funcionan como relajantes y ayudan a dormir, o que las sustancias estimulantes pueden facilitar a que las personas estén en un estado de alerta en cualquier momento del día.
De muchas maneras, los efectos específicos de las diferentes sustancias auxilian a las personas a cumplir con los diferentes roles que asumen dentro de la cárcel o simplemente permiten sobrevivir a la hostilidad del día a día. Incluso, el consumo de drogas puede ser un elemento clave para la cohesión social y ayudar a la guardia penitenciaria a mitigar altercados dentro de los centros penitenciarios.
Sin embargo, la prohibición del uso de drogas hace que las condiciones bajo las cuales estas personas consumen sean mucho más riesgosas para su salud y su seguridad. Esta prohibición, por ejemplo, los expone a consumir sustancias de mala calidad, como ocurre con el conocido alcohol de fabricación carcelaria, que preparan a partir de frutas y que es comúnmente encontrado en las incautaciones.
Además, el uso de parafernalia inadecuada, precios muy elevados e incluso, ser víctimas de violencia, amenazas o extorsiones, son otros de los impactos negativos en la población dentro de la misma cárcel.
Entonces, la intención de protección del Estado, la función social del consumo y su prohibición plantean no solo una contradicción, sino también un enorme desafío. Es necesario y urgente repensar las políticas relacionadas con el consumo de drogas en los entornos carcelarios.
El estado no solo debería reconocer su derecho —al igual que el de cualquier otro colombiano— a consumir sustancias psicoactivas, sino que además, debería estar en la capacidad de asegurarles el acceso a programas de reducción de riesgos y daños, así como a tratamiento; y estos programas deberían alinearse a una política de resocialización que asegure un mejor futuro después de la privación de la libertad.
Para esto, sin duda, necesitamos un cambio de paradigma en la política de drogas y entender que la relación entre el consumo de sustancias psicoactivas y la delincuencia no es causal; por el contrario, estos dos fenómenos responden a condiciones estructurales dentro de las cuales la pobreza y falta de oportunidades son el común denominador.