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Las cárceles libres de drogas son una utopía inalcanzable en la actualidad. Según el Ministerio de Justicia (2018), con datos de la UNODC para Colombia, más del 90% de las personas privadas de la libertad (PL) usó drogas legales alguna vez en la vida y un 38% usó drogas ilegales en el mismo período, siendo la mayoría policonsumidores de principalmente marihuana, cocaína, basuco y benzodiacepinas. No obstante, ¿qué sucede con la capacidad de respuesta frente al consumo de sustancias psicoactivas en el contexto penitenciario?
Tal como lo demostró el caso de la Cárcel y Penitenciaría La Modelo de la Comisión de la Verdad, los entornos penitenciarios son una Colombia chiquita que ha replicado sistemáticamente las violencias, y los efectos de la mal llamada guerra contra las drogas no han sido la excepción: ha generado una persecución constante y una estigmatización desmedida hacia los usuarios de drogas.
En Colombia, la Corte Constitucional ha reconocido el consumo personal de drogas consideradas ilícitas como un ejercicio legítimo del derecho a la libertad de expresión. Según este Tribunal, se trata de una actividad que hace parte del fuero interno de la persona y que, al no interferir en los derechos de los demás, cualquier sanción o intervención estatal sobre ella va en contravía de la autonomía del usuario. Sin embargo, dicho derecho a consumir sustancias psicoactivas, tanto legales como ilícitas, es restringido en el ámbito penitenciario y carcelario.
La Corte Constitucional ha reconocido que, debido a la relación especial de sujeción en la prisión, se pueden limitar algunos derechos fundamentales de los reclusos con el fin de garantizar la disciplina, seguridad y resocialización. De hecho, el Código Nacional Penitenciario (Ley 65 de 1993) tipifica como falta grave la posesión, consumo o comercialización de drogas ilícitas e impone sanciones por su realización, sin importar su cantidad.
De esta manera opera un doble castigo a los usuarios de drogas privados de la libertad: por su condición de sindicados o condenados, y por ser consumidores. Ante esta disyuntiva el Estado tiene la responsabilidad de proteger el derecho a la salud de los reclusos consumidores de drogas y garantizar que sean sujetos de derechos con una protección especial desde el acceso a la información y reducción de riesgos y daños.
No son privilegios, son derechos
¿Cómo hablar sobre drogas de cara a una prohibición explícita? Primero, se necesita admitir que, más allá de la reglamentación carcelaria, el consumo se sigue dando en todos los entornos penitenciarios del país. La honestidad, aliada con el acceso a la información, salva vidas de usuarios de drogas que están sobre expuestos a sustancias adulteradas, sin parafernalia adecuada ni posibilidades de mitigación de riesgos por la grave crisis de hacinamiento, insalubridad y sistemática vulneración a los derechos humanos de usuarios PL.
Sobre el acceso de oferta institucional en cárceles, el INPEC plantea que la prevención y atención específica al tema de las drogas para la población privada de la libertad se lleva a cabo de manera discrecional en cada centro de reclusión, dependiendo de la población del penal y de la voluntad institucional o la motivación personal y profesional de algunos funcionarios u otros colaboradores en los establecimientos de reclusión. Esto se relaciona también con la ausencia de estrategias unificadas de tratamiento, entre otros, en los modelos de comunidad terapéutica o dispositivos comunitarios en reducción del consumo de SPA.
Apoye, no castigue
El rol de la sociedad civil también es fundamental para visibilizar el enfoque punitivo hacia los usuarios PL que perpetúa un ciclo de exclusión y marginalización. Con Dejusticia, Deliberar, Mínima Dosis Podcast y nosotras, Elementa DDHH, estuvimos el pasado 29 de julio en la cárcel la Picota realizando una serie de talleres con personas usuarias de drogas en el marco de la campaña conmemorativa de IDPC Apoye no Castigue.
Iniciamos con una actividad de mitigación sobre las consecuencias negativas del consumo, desde donde posicionamos las narrativas tóxicas que se usan para criminalizar, estigmatizar y sesgar el abordaje a las drogas, y que debemos reconocer para dejar atrás. Esto nos llevó a construir con los PL una historia del castigo y la prohibición, una que deshumaniza a las personas usuarias y les violenta. También, se realizaron cápsulas jurídicas sobre el vacío legal que existe entre la dosis personal y la de aprovisionamiento, dando a conocer cuál es la legislación que ampara sus derechos. Este tipo de actividades son esfuerzos para dinamitar el estatus de doble castigo que tiene el uso de drogas en cárceles y apoyar a las personas usuarias de drogas desde herramientas prácticas en su defensa.