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Por Juan Camilo Gallego Castro*.
La lista la guardaban en el interior de una bolsa plástica. El que la llevaba consigo, Sergio Mario Restrepo Campuzano, cuidaba que no se mojara, que el encargo se cumpliera y que los nombres escritos al fin fueran tachados. Entre el 24 y 27 de agosto de 1996 hubo una masacre, a la que se refieren en Sonsón, Antioquia, como el Fin de semana negro.
Una semana atrás habían terminado las Fiestas del Maíz, la celebración anual del pueblo, entonces el mayor del batallón Granaderos del Ejército, Jesús María Clavijo Clavijo, viajó con sus hombres hasta ese municipio del oriente antioqueño y se ubicó en la estación de policía. Un grupo de paramilitares de las ACCU, luego de despejada la zona, hizo lo mismo, liderados por Ricardo López Lora, conocido como La Marrana.
Sergio Restrepo recibió a los paramilitares y los ubicó a un kilómetro del pueblo, en la finca de un reconocido comerciante. Desde allí, enviaron los grupos de hombres que marcaron las paredes del pueblo con “Muerte a colaboradores de la guerrilla”. El fin de semana se dedicaron a asesinar a supuestos guerrilleros.
A Manuel Adán Villa, un veterano de la Guerra de Corea, mientras atendía en su Hotel Maravilla; a Marley Orozco, una mujer que administraba una cantina; a John Fredy Arango, un muchacho de 19 años, que tomaba gaseosa a dos calles de la estación de policía; a Mauro Arias y a Arnoldo Escobar, quienes fueron primero amarrados en la vereda La Paloma; a Édgar Escobar, hermano de Arnoldo, quien iba de regreso a su casa; a Antonio Henao, conocido como Mi Negro y uno de los comerciantes más importantes del pueblo; y a Luis Eduardo Arias, un campesino de la vereda Roblalito A. Ese fin de semana sobrevivieron Oswaldo Arias, un joven menor de edad que vio morir a su papá Mauro y a su amigo Arnoldo, que recibió varios balazos y que los paramilitares lo dieron por muerto; también sobrevivió Bernardo Marulanda, un concejal del naciente Movimiento M19, al que visitaron en su cantina en el parque principal. Recibió un tiro en una pierna y cruzó el parque corriendo. Se refugió en la estación de policía, en la boca del lobo.
De este relato doloroso surgió el libro Fin de semana negro (Sílaba Editores, 2019), lanzado en la Fiesta del Libro de Medellín. “Escribir este libro es nuestra forma de llorar, de repartir el dolor, de democratizarlo y de resistirnos al olvido”, escribí en las primeras páginas. Dice Ana Cristina Restrepo, periodista y columnista de El Espectador, que “el registro polifónico del “Fin de semana negro” evoca las formas periodísticas de Elena Poniatowska o Svetlana Aleksievič; en algunos apartes, se sume en el dramatismo, en la soledad teatral de obras como O Marinheiro. Si se trata de verificación de hechos, raya con la rigidez de un notario”.
Lucía González Duque, comisionada de la Comisión de la Verdad, escribió que “es sorprendente que solo diez relatos o historias de vida y un epílogo, sobre un mismo territorio y sobre un fin de semana, logren construir un universo tan comprensivo y conmovedor […] a través de testimonios veraces y directos que nos permiten ver y sentir los dolores, pero también la riqueza de esas personas que se juegan la vida por la subsistencia, por sus seres queridos”.
Más de cincuenta personas son narradoras del Fin de semana negro, no solo hablan de esos días dolorosos, sino de sus historias de amor, de los hijos, de las familias, del drama que vino después, de los hijos huérfanos, de los hijos encarcelados, de las peleas familiares ante la ausencia del padre, de los hijos que abrazó el papá antes de que se lo llevaran los paramilitares. Es un libro incómodo, pues además de los relatos amorosos y tristes, está la investigación periodística que muestra que 23 años después de aquella masacre, solo fueron condenadas dos personas: el paramilitar La Marrana, asesinado el 2 de febrero de este año en Medellín, poco después de cumplir su pena en la cárcel de Itagüí; y el civil Sergio Restrepo, condenado a 40 años de cárcel y prófugo de la justicia desde hace dos décadas.
El mayor Clavijo, por su parte, también responsable de la masacre de El Aro, en Ituango, y de la masacre de Campamento, fue condenado en el 2003 por sus alianzas con los grupos paramilitares. Sin embargo, fue asesinado en 2009 en Los Patios, Norte de Santander.
Nada sucedió con policías, soldados y civiles, con quienes los paramilitares coordinaron la masacre. Por eso, los familiares de las víctimas demandaron al estado colombiano ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Y ahí está el caso del Fin de semana negro, una masacre que cometieron miembros de la fuerza pública en alianza con el paramilitarismo y que financiaron algunas de las personas más adineradas del pueblo, así como sucedió entre 1991 y 1994 con un grupo de limpieza social, al que denominan la Mano negra.
En el texto que escribió Lucía González para Fin de semana negro, dice: “Aquí está Colombia retratada en su dimensión humana más profunda, la de sus grandes sueños y la del inmenso dolor. […] Más textos como estos nos harían mejores seres humanos.”