Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Aterrizamos en una pista tragada por la selva y el abandono. Desde las ventanillas de la pequeña nave, nos acercamos al lugar que fungía como edificio del aeropuerto, un pequeño local semidestruido, con la bandera de franjas horizontales: verde, amarilla y azul, que se izaba vieja, rota y sucia, en un asta no muy diferente, anunciando que estábamos en territorio chocoano.
Las personas se arremolinaban dentro de este surrealista edificio, esperando los pasajeros de la avioneta que deberían llevar hasta el muelle que distaba algunas calles largas, para embarcarnos en lancha hasta Capurganá, una población más arriba de donde estábamos, 20 minutos de tortuoso viaje hasta nuestro destino.
El señor que nos recogió en el aeropuerto, era un descendiente de africanos, gordo y gigante. Con unos pantalones cortos hasta las rodillas y de camisa desabrochada en el pecho. En su cabeza tenía un sombrero y en su rostro siempre una sonrisa impecable, que entre chiste y chiste nos amenizaba la impresión de tener que subirnos a su medio de transporte: un caballo con remolque, llamado “palomo”, presto para atravesar a Acandí.
Y así fue, nos dispuso humilde y tiernamente unos cojines bordeando su pobre “remolque”, después organizó como encajando fichas de rompecabezas el equipaje en la mitad, mientras nosotros, sentados en los bordes de madera, saltando al ritmo de los cascos de caballo y al son de vallenatos, cruzábamos calles y gentes; pobladores afrodescendientes en su mayoría, algunos mestizos. En las paredes de algunas casas y de negocios, veíamos en aerosol verde las siglas en mayúsculas de A.G.C (Autodefensas Gaitanistas de Colombia).
Recorriendo las calles de este pueblo, antes de llegar al muelle, realmente un embarcadero improvisado, mucho antes, había grandes extensiones de tierras sin ganado y con casas que alguna vez fueron de alguien pero hoy yacen abandonadas en ruinas. Estas escenas, son justo antes de las siglas A.G.C, en casas y negocios, pero tal vez este desierto verde tenga que ver con este nombre en mayúsculas que se está tragando el Golfo.
Tres o cuatro días más tarde, en una población que se llama Sapzurro, donde subimos escaleras interminables para pasar a las playas de la miel, territorio panameño, constataríamos el poco control fronterizo; para nadie es un secreto que lanchas cargadas de cocaína han de pasar por estas aguas rumbo a centro América, y que las A.G.C (Autodefensas Gaitanistas de Colombia), son las dueñas del negocio, pues tanto en carteles de la garita fronteriza, como en el muelle en turbo y el aeropuerto en Carepa, los personajes más buscados son narcotraficantes asociados a este grupo paramilitar.
Finalmente, tomamos nuestra lancha en Capurganá hasta Turbo, cruzando en dos horas la anchura del golfo ubicado en dos departamentos, Chocó y Antioquia, un golfo salado y dulce por la desembocadura del rio Atrato. Luego fuimos en taxi hasta Carepa, a donde nos esperaría de regreso nuestra avioneta. En esos diálogos que se suele sostener a veces con los taxistas, este joven afrodescendiente nos dijo, mientras explicaba que, contrario a lo que piensa mucha gente, el aeropuerto no es de Apartadó sino de Carepa, que el pacífico es una sola cosa y tiene el mismo abandono, “un paraíso olvidado, panita”.