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Cuando Marcelo Crivella, un ultraconservador pastor brasileño y sobrino del fundador millonario de una iglesia cristiana/evangélica, fue elegido alcalde de Río de Janeiro, en octubre de 2016, pocos entendieron la profunda gravedad de esa votación democrática. Que un sacerdote, quien durante su carrera religiosa demonizó a homosexuales y exorcizó a católicos cuando era misionero en África, en la década 90, haya logrado ganar una campaña electoral en una moderna y cosmopolita metrópolis latinoamericana se debe caracterizar como un terremoto político. (Vea: "Discutamos sobre la renta básica para Colombia")
La política vinculada a la religión, como única alternativa, es un peligro inminente para el progreso democrático. Miren lo que está pasando en Turquía: no es más un modelo de democracia estable y secular a seguir. Como he escrito en una de mis columnas anteriores: el funcionamiento de la democracia representativa exige un filtro de candidatos y trayectorias políticas que no sea el "big business" ni la religión organizada.
¿Por qué le tengo tanto miedo a la política religionizada? Cabe mencionar que yo no soy muy religioso. Para mi familia católica-protestante-musulmana la religión siempre jugó un rol secundario pero todos crecimos con la voluntad de entenderla, respetarla y estudiarla.
Segundo, y más relevante, la religión con ambiciones políticas automáticamente choca con los fundamentos de nuestras democracias, al intercambiar el argumento y, cada tanto, la racionalidad por el excesivo uso de símbolos, explicaciones subjetivas, y, en su forma más extrema y como último recurso, la palabra de (algún) Dios. (Lea: "Más partidos políticos, ¡por favor!")
El renombrado antropólogo estadounidense Clifford Geertz postuló que la religión es un sistema de símbolos que genera ánimos y motivaciones poderosas, persuasivas y persistentes en los seres humanos. Con esto no desconozco que las religiones también han servido de anclaje y soporte humanitario. Sin embargo, su potencial para formular concepciones no científicas que ultrapasan el contexto puramente religioso y le dan sentido a las realidades sociales, contrarrestan con la lógica de cómo se deberían tomar las decisiones políticas: la razón científica, el sentido común y la consideración incluyente.
¿Es justo pensar que la llegada del evangelismo a la política es una amenaza democrática en Colombia? La verdad, sí. Es la congregación que más rápido crece en estas tierras (ya pasa los diez millones de seguidores). Y el principal problema con eso es que los líderes evangélicos tienen a su disposición una multitud de creyentes, o mejor dicho, votantes, con quienes construyeron un vínculo casi irrompible fundado en un sistema de símbolos, principios y valores. Y sólo los pastores, obispos y vicarios poseen la autoridad de cambiar, ajustar o romper esa conexión supuestamente moral. Una clásica relación de poder asimétrica.
El peligro no es abstracto. En Brasil, diputados del Frente Parlamentario Evangélico prepararon hace poco una ley que le presta a las iglesias la autoridad de cuestionar las decisiones del Tribunal Supremo, hasta poder declararlas “inconstitucionales”.
En la Colombia del posconflicto, los evangélicos se están convirtiendo en una fuente de poder político para la ultraderecha y las fuerzas anacrónicas. Aparentemente, muchos líderes evangélicos coinciden con la ultraderecha en correr campañas contra ciertos grupos sociales al construir, por ejemplo, un conflicto artificial entre los valores de la familia, los de la mujer y los de la comunidad LGTBIQ. Su papel en el “No” del plebiscito fue diciente al respecto. Las iglesias cristianas evangélicas lograron que hasta dos millones de personas votaran por el “No” en defensa de la familia, como si la familia estuviera en riesgo con el acuerdo de paz.
Aprecio el aporte de la religión organizada para una nueva Colombia. Pero si un grupo de influenciadores de las iglesias, manejando millones de potenciales votos, se expresan contra la diversidad de género y las personas con orientación sexual e identidad de género diversa, la sociedad progresista se tiene que organizar mejor.
Como le dijo un líder evangélico a la emisora BBC: “En Colombia se elige presidente con ocho o diez millones de votantes y nosotros somos diez”. No sé a ustedes, pero a mí me suena a amenaza.