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“Honro mis raíces que, por esos girones de la historia, se unen en Colombia al tronco milenario de África a través de las trayectorias múltiples de los pueblos afrocolombianos, negros, raizales y palenqueros.
Honro la juntanza de nuestras verdades y prácticas de reexistencia, construidas en los territorios impugnando los patrones de sometimiento y opresión que las maquinarias de expoliación, muerte, violencia y precarización han querido enarbolar desde la colonia como el destino fatal de la historia de nuestros pueblos. Pese a ello, de generación en generación hemos recreado y rehabitado ese destino provocando la invención de mundos colectivos que señalan posibilidades plurales para la vida digna, inter-existiendo con la naturaleza de nuestros territorios en la lógica Ubuntu del soy porque somos.
Honro las trayectorias del cimarronaje con el que nuestros ancestros y ancestras emprendieron el camino de emancipación del yugo esclavista, conformando asentamientos en los que los pueblos negros empezaron una valiente autoreparación de la deshumanización que nos infringió la trata trasatlántica. Estos territorios para nuestra gente de descendencia africana son los de la génesis, son los lugares en los que, después de 1851, las primeras generaciones de afrodescendientes libres encuentran la posibilidad para reinventar la historia y el mundo. Son los lugares del renacimiento y de los renacientes.
Honro el proceso que desde las afrocolombias se impulsó durante la Asamblea Nacional Constituyente que condujo a la promulgación de la Constitución de 1991, al lanzar nuevos gritos que impugnaron las tácitas prácticas racistas de las élites económicas y políticas del país, las cuales impedían que nuestras comunidades ejercieran autonomía y autodeterminación sobre los territorios que habitaban.
A nuestras tierras las élites las denominaban baldías, tierras de nadie, y con ello fuimos enajenados legalmente de estas por más de un siglo. Estos gritos en los años 90 dieron origen a la Ley 70 de 1993, y con ello emprendimos con fuerza colectiva desde ríos y manglares magnos procesos para el reconocimiento legal de la propiedad colectiva de nuestras tierras, y con ello ejercimos nuestro derecho a proyectar la vida en los lugares donde reinventamos nuestra humanidad.
Mientras crecíamos como sujetos colectivos étnicos construyendo proyectos que consideraban al territorio como vida en inter-existencia con otros seres vegetales, animales y minerales. Avanzaron las maquinarias autoritarias de un modelo predatorio que proyectó sobre los lugares que nos fueron titulados o estaban en proceso, la idea de recurso extraíble, transformable en autopista o puerto para la circulación de bienes y mercancías.
Con el viraje del territorio, que ya no fue vida sino recurso, se alimentaron las arcas de capitales económicos y políticos foráneos, se precarizaron y empobrecieron nuestras comunidades y arrasaron con los flujos de la vida de nuestros ecosistemas. Estos modelos de desarrollo depredadores de la vida avanzaron con otras economías políticas de muerte, constituidas por múltiples ejércitos armados, que caracterizados por su capacidad de metamorfosis, desarrollaron con sus estelas de muerte alianzas cambiantes con diversos actores, ocupando nuestros territorios de acuerdo a los intereses temporales de la rentabilidad o los botines que disputaban.
En medio de las confrontaciones, las poblaciones afro en sus territorios fueron desarraigadas, desaparecidas; los niños y niñas vinculados forzosamente a los ejércitos, las mujeres ultrajadas con innumerables violencias sobre sus cuerpos. Con la precarización, la amputación de medios para poder ejercer los proyectos vitales y las matanzas que han tenido como carne de cañón a los jóvenes, podemos decir que nuestras comunidades han sido testigos de un dramático juvenicidio.
Honro hoy entre los anocheceres y amaneceres de esta patria la misión que cumplen los jóvenes afrodescendientes que concretan, en su vida cotidiana, creaciones incesantes que empujan la transformación de las estructuras que trituran la vida en nuestros territorios. Honro la resonancia fuerte de los tambores que convocan al movimiento y hacen porosas las fronteras impuestas por la muerte, contrarrestando la hegemonía de los relatos que nos imponen que el único mundo posible al que tenemos derecho es al de la precarización de la existencia. Por eso hoy honro a quienes impugnan y transforman esa historia. ¡Honro al pueblo que no se rinde, carajo!”.