Errantes: masacre de El Tigre (parte 2)

Christian Rodríguez
14 de febrero de 2020 - 11:14 p. m.

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Después de que la madre de Jeferson reclamó ante las autoridades por su hija desaparecida, los señalamientos y persecuciones en Caquetá la hicieron huir con sus cuatro hijos hacía El Afilador, Putumayo, en donde habría de afrontar otra desgracia.  

Al principio, El Afilador parecía el lugar ideal para criar a sus hijos y formar su familia entre las labores del campo. Así trascurrieron los primeros dos o tres años. Pero un día, mientras Jeferson jugaba al fútbol la muerte llegó cabalgando con ruidos de fusil y motosierra.  

Fue a finales de 2006, cuando Jeferson escuchó al oído la voz grave de un hombre que ordenaba reunirse en el parque. El pequeño asistió sin comprender como el bárbaro fingía hablar con su fusil diciendo que hacía dos días no “comía”. Vestidos con verde oliva los asesinos gritaban ser la salvación.  

Ese día los paramilitares amenazaron a varios hombres, seleccionaron a seis entre la multitud y los hicieron acostar en el suelo. Manos en la cabeza o atadas en la espalda, mientras un discurso de redención explicaba el sentido de sus muertes. Los llevaron a los alrededores del caserío y los gritos narraron el horror que el pueblo imaginó y después confirmó.  

Vísceras en el pasto, cuerpos mutilados, genitales en la boca, rostros deformados, manos amputadas, vientres abiertos. En total, seis muertos que parecían veinte o treinta por la cantidad de sangre y sevicia. Seis muertos y una nueva masacre, la masacre del Afilador que hizo escapar apenas con la ropa puesta a la madre de Jeferson y sus pequeños hijos. 

En Mocoa, ante las autoridades correspondientes la mujer denunció su situación. Finalmente, después de tres días y narrar sus peripecias del Tigre al Afilador, fue reconocida como víctima del conflicto armado. Intentó hacer vida en ésa pequeña ciudad pero al cabo de tres años decidió marchar a Bogotá.

En la capital del país de las masacres, Jeferson terminó el secundario y comenzó su militancia entre grupos de izquierda y de derechos humanos, nada extraño en cualquier democracia pero nada tan ajeno a un país como Colombia. Llegaron a Ciudad Bolívar y en el barrio San Francisco comenzó su despertar adolescente movido por su propia tragedia.

En la universidad distrital inició ingeniería, entre el deleite por la gran ciudad y sus ansias de transformar el país. Pero, como si alguna maldición le persiguiera, en poco tiempo un grupo de encapuchados con panfletos y amenazas truncó su destino. Si en otros momentos la guerra lo expulsó, esta vez lo hizo retornar.

Y así, haciéndose hombre a la fuerza, Jeferson se fue a Florencia, Caquetá, con algunos parientes y conocidos a un barrio invasión. Ingresó en la universidad de la Amazonía y comenzó licenciatura en inglés. Pero la guerra como una amante macabra hizo estallar la ciudad, avisándole su cercanía. Acostumbrado al horror emprendió la marcha.

En el Pajuil, Caquetá, continuó vinculado con el proceso de víctimas que había comenzado en Florencia. Su sueño fue estructurar la organización. Pero la llegada de los gaitanistas a la zona impidió el proceso. Tampoco en este lugar sus proyectos serían posibles. Ante las amenazas de los paramilitares contra el pueblo, Jeferson presentó denuncias pero la respuesta siempre fue la misma: “en esta zona no hay paramilitares”.

Solo, frustrado, triste y con rabia, maldijo a su patria como tantos otros. Siempre perseguido, siempre desterrado, decidió irse, buscar lejos, aunque lo más lejano solo fueran unos cuantos kilómetros de su casa, a un país tan cercano y ajeno como Ecuador, donde la guerra, la maldita guerra habría de perseguirlo sin tregua.   

@Charli_Spansky

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