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La explosión lo despertó. La guerra seguía de nuevo sus pasos. Sucumbíos parecía una extensión del Putumayo colombiano. De nada sirvió pasar la frontera y buscar protección en un estado ajeno, pues los guerreros son dueños de su propio mundo y manejan otros límites. Quiso seguir durmiendo y esperar la muerte con resignación, pero le fue inevitable no luchar por su vida.
Llevaba tres o cuatro meses en Ecuador cuando sucedió el atentado. Para su desgracia Sucumbíos también era dominado por paramilitares; amos y señores de las rutas de narcotráfico, imperio al parecer comandado desde la Hormiga, Putumayo. De nada sirvieron los rebusques del pan diario y soñar otra vida, pues otra vez la maldita guerra le respiraba al cuello.
Cansado de que siempre le dijeran que lo mejor era buscar zonas seguras, ya que no podían darle garantías de seguridad, Jeferson decidió presentar su renuncia al refugio ante el Ministerio de Relaciones Exteriores. Sin pasaporte, con la denuncia del atentado y sus pruebas, unos cuántos dólares ahorrados y las evidencias de haber sido refugiado en ése país, fraguaría el plan de su otro exilio.
Esperaría un par de días resguardado en casas de amigos la llegada de su novia. Juntaría los escasos pesos y dólares que había ganado vendiendo legumbres y ollas de cocina. Acto seguido, diseñarían la ruta a seguir por el continente, huyendo hacia el sur, por tierra, en bus o caminando, movidos por la profunda convicción de que preferirían acampar en la Antártida antes que volver a Colombia.
Perú los recibió, aunque la sensación al cabo de unos días fue la de ser una realidad no muy diferente a la colombiana. Continuando la marcha, llegaron a Bolivia y lo poco que conocieron les encantó, pero el país ardía en contra del gobierno de ése momento y la cantidad de pobres les recordó un pasado no muy feliz. En Chile no pensaron, por lo cual llegaron a Argentina, al fin del mundo.
Tres días tuvieron que esperar en la frontera para ingresar al país. Primero deberían resolver su solicitud de refugio, mientras tanto los insultos xenófobos no se dejaron esperar en el hospedaje transitorio en que los albergaron. Allí pudieron ver la realidad de un continente víctima y su multitud de exilios: haitianos, peruanos y bolivianos que van y vienen, paraguayos buscando algún futuro, venezolanos y hasta cubanos huyendo despavoridos. Todos condenados a la misma tragedia.
Quince horas duró el viaje en bus hasta Buenos Aires. Era noviembre de 2018, invierno crudo. Arribaron a la estación de Retiro con una pequeña maleta, no más de cuatro camisetas y tres pantalones y el par de zapatos que calzaban. Intentaron arreglárselas en uno de los barrios más peligrosos de la ciudad, Villa 31, pero les fue insoportable ese mar de tragedias latinoamericanas. Por fortuna, la Conare (Comisión Nacional de Refugiados) les ayudó económicamente por un mes.
Sin documentos, Jeferson intentó buscar trabajo pero de todos lados lo rechazaban. Era un sudaca entre sudacas con otra tragedia, otro exilio, otro dolor. En delivery tuvo una oportunidad como repartidor de comidas en bicicleta por la ciudad. Así, cuando la ayuda de la Conare terminó, tuvo ahorrado algunos pesos para convencer al dueño de un apartamentito en Rodrigo Bueno, otro barrio de miserables y olvidados. Allí se establecieron.
Jeferson y su novia anduvieron Suramérica huyendo de la guerra de su país. Increíble que una tragedia ignorada como tantas otras tenga la fuerza para hacer del protagonista de esta historia a un hombre noble y fuerte, que sigue luchando por sus sueños. Quiere hacerse médico y volver a la maldita patria que lo expulsó para ayudar a sanar heridas, “porque en Colombia víctimas somos todos”, dijo aquella tarde en que recuerdo haber admirado su absurda grandeza.