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A veces un mapa es la mejor herramienta para visualizar la realidad de nuestro país. Si encima del mapa de Colombia dibujamos la infraestructura vial y los polos de desarrollo, las zonas exteriores del país quedan mayoritariamente vacías, resaltadas sólo por el verde de su riqueza natural.
Al mismo tiempo, si dibujamos en rojo sobre ese mismo mapa las áreas con mayores índices de necesidades básicas insatisfechas, de presencia de actores armados, de homicidios y de desplazamiento, el verde se va tornando, con algunas excepciones, cada vez más oscuro. Son las personas que habitan estas zonas, en su mayoría campesinos, indígenas y afrocolombianos, quienes han sufrido de forma más intensa los efectos de la violencia y de la falta de un Estado que les garantice sus derechos, tanto en la Costa Pacífica como en las fronteras con Panamá, Venezuela, Brasil, Perú y Ecuador.
Que Colombia es un país centralista no es un hecho que sorprenda a nadie. No obstante, los efectos de ese centralismo quizá no son tan evidentes para las personas que viven en las grandes ciudades. El centralismo implica que las personas en las fronteras tengan que caminar por horas en la selva para obtener atención médica básica o asistencia humanitaria, y que las autoridades reales en muchas zonas no sean las del Estado, sino quienes tienen en el brazo un arma y un brazalete. Por ello, más de 346,000 personas, la mayoría provenientes de las zonas de frontera, han tenido que huir al exterior para buscar en otro país la protección que el Estado colombiano no les ha podido brindar.
Sin embargo, hay indicaciones de que las fronteras en Colombia no están condenadas a continuar en este ciclo de insuficiente presencia institucional y violencia, y más bien, tienen el potencial de enseñar muchísimo al resto del territorio y apoyar la transformación del país en un territorio de convivencia y protección.
En primer lugar, es esencial entender que las negociaciones de paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN) no llevarán al fin de todas las formas de violencia, pero sí son una oportunidad única para transformar la vida de cientos de miles de víctimas. Entre todas ellas tienen un lugar especial las víctimas en las fronteras y las que han sido forzadas a cruzarlas, pues tienen la magistratura moral para liderar la construcción de la paz. Pero para esto es necesario el apoyo de la población más afortunada, que en algunos casos sigue viendo la guerra en las fronteras como un partido de fútbol: desde la comodidad de un sofá, exigiendo frente a la pantalla de un televisor una lucha descarnada sin tener que arriesgar nada ni conocer lo que es estar en el terreno.
En segundo lugar, este cambio implica no sólo poder proteger a las víctimas colombianas y evitar nuevas violaciones de derechos, sino también comenzar a pagar la deuda de solidaridad con el resto del mundo. Día a día va creciendo el número de extranjeros que llegan a las fronteras de Colombia buscando un espacio de protección frente a la violencia, la persecución y la miseria en sus países de origen, y merecen que en la frontera les tendamos la mano de la misma forma que otros países lo han hecho con los millones de la diáspora colombiana.
Colombia no solo es el gran país que recibe cada día más turistas e inversionistas ni en el que hay una clase media urbana cada vez más pujante, sino también es el de los pueblos sin servicios básicos y de los desplazados que han sido arrancados de raíz. Colombia no es una sola, sino muchas, y en ninguna parte es más evidente esa diversidad que en las zonas de frontera, que necesitan todo el apoyo institucional para poder ofrecer seguridad y prosperidad a los colombianos y extranjeros que tienen allí sus hogares. Por ello, la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) continuará trabajando desde las regiones para borrar el rojo que las tiñe y apoyar la transformación de Colombia en un territorio de protección. Este cambio requerirá no sólo acuerdos políticos, sino también que las instituciones y los colombianos entiendan que las zonas de frontera, y las personas que las habitan, son la clave para la consolidación de una paz sostenible.
*Nicolás RodrígueZ,Oficial Asociado de Protección, ACNUR Colombia.