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Fidel es el nombre que lleva puesto un revolucionario latinoamericano que con sus ideas gobernó por más de tres décadas una isla en el Caribe; esa en la que estamos definiendo gran parte del futuro de Colombia. En nuestro país, así llamábamos a un personaje que, junto a sus hermanos Carlos y Vicente Castaño, alimentaron una era de terror sin precedentes. Sin embargo, del Fidel que escribo no es ninguno de los anteriores: es un hombre que me recordó cómo ver el suelo que hoy a todos nos sostiene.
La noche del pasado 11 de mayo, mientras salía de mi trabajo, lo vi solicitando ayuda para encontrar una dirección que, debo aclarar, estaba todo menos cerca del lugar en el que nos encontrábamos. Fidel no era uno de los muchos caminantes que tiene la Candelaria en las noches; tampoco un amigo de lo ajeno. Él era un desplazado, sí, de esos que por la coyuntura de paz del país pensábamos dejarían de existir.
Él venía a Bogotá desde su tierra, Villahermosa, Tolima, amenazado por el Ejército de Liberación Nacional – ELN, una fuerza armada aún vigente que está en proceso de colonización de una guerra que se queda sin dueño. Su objetivo era caminar por horas -porque no contaba con el dinero suficiente para transportarse- hasta la casa de un familiar en un barrio al sur de Bogotá. Decidí acompañarlo un rato en su camino.
Al sabor de un ponqué y un jugo de mora, Fidel, sin mencionarlo, me recordó lo ingenuos que podemos llegar a ser creyendo que la paz en Colombia llegará con dos marcas de tinta. La cena que tuvimos probablemente llegó a nuestras mesas gracias a personas como él, que se levantan día a día a trabajar en su tierra; esa que con tanto esfuerzo consiguieron, pero que, como alguna vez afirmó William Ospina, les fue arrebatada por la astucia de quienes “profanaron el derecho a la propiedad casi tanto como el derecho a la vida.”
Como lo he mencionado en escritos anteriores, entender los desafíos de la paz nos aproxima a un debate más sano, coherente y realista. Por lo tanto, la reflexión a la que los invito se circunscribe en una idea: que en Colombia falta un largo camino por recorrer para lograr la verdadera paz. Hoy más que nunca sabemos que sí es posible, pero requiere del trabajo de todos para entender que el día en que no haya más personas como Fidel, solo ese día, habremos conseguido la verdadera paz.
El número aproximado de compatriotas enlistados en las filas de las Bandas Criminales y el ELN es de 6.000, según datos de la Fiscalía General de la Nación y la Defensoría del Pueblo. Un número alarmante para un país en el que la paz está de moda. Ya ha iniciado un proceso de ocupación de los territorios antes controlados por las FARC por parte del ELN, lo que evidencia una reestructuración de la insurgencia con el fin de mantener el statu quo de su lucha armada y ampliar su influencia en las regiones de Colombia.
Las acciones unilaterales del ELN continúan cobrando vidas humanas, destruyendo la infraestructura económica y petrolera del país y afectado la biodiversidad, el medio ambiente y el trabajo de las personas que, como Fidel, dedican su vida al desarrollo del campo en nuestras regiones.
Yo me pregunto: ¿cómo pensar en una paz absoluta si todavía existe un grupo insurgente con intenciones de perdurar en la ilegalidad? Ojalá tuviera la respuesta más certera. Tal vez Fidel, quien ha tenido que pararse con firmeza ante las armas guerrilleras, tampoco la tenga.
No por lo anterior me declaro escéptico ante el proceso que hoy atraviesa el país. De hecho, como muchos, soy un acérrimo creyente de que el buen término del Proceso de Paz con las FARC será el comienzo del mejor de los mundos posibles para Colombia, pero también es un deber reconocer que el trabajo continúa.
Si una fuerza armada irregular como el ELN todavía permanece en ejercicio, su vigencia debe seguir siendo vista como una amenaza, por lo que aún hay una paz que nos falta por construir. Del proceso con las FARC hemos aprendido que un discurso político carece de valor si se pregona con las armas y que la vida es tan sagrada que ni la más larga de las luchas la supera en valor. De modo que los próximos objetivos de nuestro país deben ir encaminados a repensar la manera de combatir a la insurgencia aún viva con el fin de que personas como Fidel nunca más deban abandonar sus tierras por la fuerza.
Como la paz no es una simple formalidad que se firma en una mesa sino un ejercicio que se construye en sociedad, a pesar de las diferencias humanas colosales que nos distinguen, resulta útil para nuestro país ayudar al otro, no como un simple gesto de amabilidad, sino como una obligación moral. Tal vez un día, así como me ocurrió a mí, usted se encuentre con otro Fidel, quien le recordará la importancia de ponerse en los zapatos del otro, de escuchar a quien más lo necesita y, sobretodo, lo motivará a trabajar por una paz posible -no esa que surge de una decisión política- sino del trabajo colectivo de quienes soñamos con un país mejor. Por eso: gracias, Fidel.