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En este escrito no hablaré de las personas que hacen parte de mi círculo más afín, de mi comunidad política. La gente de mi partido, del movimiento de víctimas del Estado, de las organizaciones sociales y de derechos humanos, o del espectro progresista. Mis compañeras y compañeros de quienes he aprendido tanto, y con quienes he compartido mi vida personal y mis luchas. Voy a hablar de otra franja de personas con las que he tejido en las últimas tres décadas relaciones de cercanía, e incluso diría de amistad, en el largo transitar por los caminos de la paz. Son quienes en el pasado veía distantes, e incluso hostiles, pero con los que hoy comparto mucho de mi tiempo y de los esfuerzos por apagar el devastador incendio que sigue consumiendo nuestra sociedad: la gente que se ubica dentro de nuestra, a veces arbitraria, clasificación ideológica en posiciones catalogadas como liberales o conservadoras, de centro o de derecha.
Tal vez por haber sido, como tantos otros colombianos, víctima de la violencia, por haber tenido la oportunidad de asistir a acontecimientos históricos que han transformado otras sociedades, o por haber estado en espacios institucionales donde se hacía insoslayable el diálogo con contradictores, en algún punto de mi historia política comencé a cuestionar primero en forma intuitiva y luego en forma consciente, las tradicionales líneas divisorias que me separaban de aquellos que en un primer momento censuraba por razones válidas o por prejuicios.
Esa tendencia a buscar el diálogo con los opuestos para comprender su mundo interior y social también la estimuló el ejemplo de una de las figuras políticas que más ha influido en mi formación, el maestro Carlos Gaviria. De este jurista reflexivo, me llamó siempre la atención su actitud innata a la tolerancia de las ideas que le eran contrarias. Comprendí que la tolerancia, una de las llamadas virtudes liberales, debía ser transformada en la “madurez para el conflicto” como enseñaba el filósofo Estanislao Zuleta, en la celebración de la diferencia que permite conducirnos al “escepticismo frente a la guerra”. Convertir en hábito el ejercicio de la diferencia es el camino que el jurista y el filósofo nos proponen para llegar a la paz.
Los procesos de diálogos de paz en los que he podido participar directamente en la última década, la construcción del movimiento para defender los acuerdos, han radicalizado esa inclinación y la han convertido en la norma de mi conducta. La construcción de acuerdos es una experiencia de transformación interior de los seres humanos. Exige el máximo de apertura, comprensión, sensibilidad y, por supuesto, respeto hacia quien es el interlocutor que está sentado en frente.
En esos procesos he comprobado, una y otra vez, que cuando se presenta un contacto personal entre quienes han vivido separados por su enfrentamiento, se produce una alteración definitiva en el entendimiento que hemos tenido del otro a partir de la imagen externa. El encuentro, la palabra, el contacto directo trasciende la línea imaginaria que nos impide la comprensión más profunda de los demás.
Acabar con esa distancia social que ha servido de escenario para el miedo y el odio que ha permeado a Colombia debe ser una labor permanente, cuya meta sea ampliar el radio de nuestro diálogo hasta que incluya a todas y todos. Si antes quería acercarme a quienes estaban en posiciones opuestas, hoy adelanto el diálogo con quienes he estado en los más intensos enfrentamientos políticos. Se trata de forjar el Acuerdo Nacional, la verdadera convergencia democrática, que nos conducirá a la Paz Total.