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Por Esteban Linares.
El más reciente informe del Sistema Integrado de Monitoreo de Cultivos Ilícitos (SIMCI) pone nuevamente sobre la mesa lo imposible que ha sido detener el crecimiento y la permanencia de los cultivos de coca en las regiones. También se junta con la coyuntura de transición política en donde, así como es posible que haya una reflexión sensata del camino recorrido y se implementen estrategias que atiendan radicalmente a la economía ilegal del narcotráfico y los cultivos del campesinado cocalero, también es posible que se afiance aún más la búsqueda de territorios “libres” de coca con sus medios de guerra ya problemáticos.
Aunque en la historia de las intervenciones sobre las plantaciones de coca; la erradicación forzada; la sustitución voluntaria y la aspersión aérea y terrestre con agrotóxicos se presentan como diferentes entre sí, lo cierto es que coinciden en la fetichización de los cultivos, bajo la creencia de que con la eliminación de las hectáreas sin transformaciones de fondo en los territorios enclaves y sus economías, será posible resolver los problemas asociados al narcotráfico y a las condiciones de violencia y precariedad de vida en la ruralidad de nuestro país.
Pero también coinciden en una profundización de otras lógicas de la guerra que trascienden la amenaza del uso o el uso de la fuerza armada y que perpetúa los impactos de la guerra sobre la naturaleza y las personas campesinas cultivadoras. Sobre esto, hace más de una década, Vandana Shiva, científica, activista y ganadora del nobel alternativo, planteaba que los límites ecológicos no representan importancia frente a las necesidades humanas en la guerra, así también se utilizan lógicas de guerra para resolver ciertos problemas de las ruralidades como la producción de alimentos con agrotóxicos y las afectaciones ambientales con la bota militar, y en nuestro caso, para eliminar cultivos ilegales y sustituirlos.
De esta manera lo reconoce también la Comisión de la Verdad en su informe Sufrir la Guerra y Rehacer la Vida al concluir que la naturaleza fue víctima e instrumento en el conflicto armado. Este señala que más allá de ser el escenario de disputa armada, el conflicto hizo uso de la naturaleza sin consideración de los impactos ecológicos: abrió caminos, sembró minas, sacrificó e instrumentalizó animales, usó ríos para desaparecer gente, entre otros.
En específico, sobre los cultivos de coca, esta lógica de guerra hizo que predominara la aspersión con pesticidas agrotóxicos, en palabras de la CEV, una estrategia que se fundamentó en una “racionalidad militar contrainsurgente”. Con esta llovieron miles de litros de sustancias químicas que se llevaron cultivos de pancoger, la salud de las comunidades y la estabilidad ecosistémica. Por su parte, la estrategia de erradicación manual forzada de cultivos, muy popular con Iván Duque, ha caminado las hectáreas junto a la bota militar y la policía militarizada, causando a su paso violaciones a los derechos humanos, alteraciones del ecosistema, ruptura de vínculos comunitarios, muertos y decenas de personas lesionadas.
Con esto se podría pensar que la estrategia de la sustitución consignada en el Acuerdo de Paz como parte de la solución al “problema de las drogas” y, en específico, como estrategia frente a los cultivos de coca, prescinde de una lógica de guerra contra la naturaleza. Sin embargo, con una mirada desde la ecología, a lo Vandana Shiva, se podría afirmar que no es así.
Fundamentalmente porque la estrategia no se amarra a los principios de una transición agroecológica, que además sitúe en su centro la subjetividad campesina y sus modos de producción y reproducción de la vida. Por el contrario, busca inducir a la población cultivadora en los mecanismos de la competencia corporativa/industrial que los obliga a uso de agrotóxicos y lleva a una producción agrícola de monocultivo, cada vez más costosa, con alimentos empobrecidos nutricionalmente, con usos insostenibles del agua, suelos desérticos, deuda, semillas industriales, pérdida de la biodiversidad, y afectaciones a la salud de los cultivadores, toda una lógica de guerra. Y, en segundo lugar, porque no comprende holísticamente el cambio de cultivos a la par de una transformación de la matriz económica del país, que prescinda de la extracción de materia prima como primera fuente de creación de “riqueza”.
El discurso del gobierno del “cambio” en cabeza del presidente Petro se alinea en general con esta lógica, pues se centra en la necesidad de hacer competitivos, productivos y rentables al campesinado, no pensando en su dignificación, en su aporte a la sostenibilidad ambiental, y la soberanía alimentaria.
La pregunta que se están haciendo los tecnócratas es cuáles son los impactos en precios de los alimentos en una sustitución de cultivos desde perspectiva agroecológica, pero no se han dado cuenta que desde siempre el campesinado ha asumido estos costos en salud, en sus ecosistemas y sobre su dignidad. Es más, el campesinado que hoy disputa su lugar en los mercados legales ni siquiera tiene capacidad de maniobra, no es dador de precios, cultiva a pérdidas, no recibe subsidios ni son exonerados de impuestos.
El llamado entonces es a pensar y actuar sobre la transición de cultivos de manera radicalmente integral que se articule con la subjetividad de quien cultiva, su dimensión ecosistémica y la historia de guerra que ha significado la vulneración directa e indirecta de la naturaleza, de la cual, parecemos incapaces de liberarnos.