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Siempre es bueno recordar que la autoría de la Constitución de 1991 no se la puede atribuir ningún actor en solitario. En ella confluyeron voluntades: del propio Estado y el gobierno de Virgilio Barco; de grupos guerrilleros armados como el EPL que traían la propuesta de una Constituyente, o el M-19 que en 1989 la integró a la negociación de paz; y de la diversidad de promotores de la Constituyente, estudiantes y activistas políticos como el movimiento de la “séptima papeleta” que le dio un enrome impulso.
Fue una Constitución hecha a 76 cabezas y manos, fruto del consenso, del pluralismo y de la concertación, ejemplo de una manera diferente de tomar decisiones. Un acto creativo entre independientes, liberales, conservadores, exguerrilleros, indígenas, evangélicos, artistas, activistas, y cuatro constituyentes con voz pero sin voto en representación de los grupos guerrilleros que se sumaron al proceso de paz. Con una presidencia colegiada ente un conservador, un liberal y un exguerrillero.
La única sombra que se tendió sobre ella fue un ataque militar ordenado por el gobierno el día de las elecciones para la Asamblea Nacional Constituyente, a Casa Verde, sede de las FARC, hecho con el cual el gobierno quería trazar la raya entre los que estaban con la paz y los que no.
En el país se desarrollaron miles de mesas de trabajo para elaborar y plantear a la Asamblea propuestas que recogían las luchas sociales y civiles de décadas. Al país entero lo invadió una ola de entusiasmo democrático. La gente sentía que por fin su voz, sus ideas, sus sueños y su participación tenían sentido, encontraban eco y espacio en un acto de auténtica transformación del marco político colombiano. En un tiempo récord de cuatro meses se promulgó una nueva Constitución, que consagraba una democracia fundada en el pueblo, un estado social de derecho y una democracia participativa.
La Constitución de 1991 es una gran sobreviviente. Como miles y millones de colombianos. Ha resistido más de cuarenta reformas, la mayoría regresivas, pero ahí está. Y aún da para mucho. La pregunta que vale la pena hacerse hoy, cuando ha cumplido 25 años de vida, no es solamente si ha logrado las transformaciones que de ella se desprendían, sino por qué ha sobrevivido.
Desde 1991 ha habido avances y retrocesos, ha habido aciertos y equivocaciones. Pero los cambios son irrefutables. Porque se desató una transformación cultural. La historia no es armónica. El viejo régimen no ha desaparecido, sino incluso se ha revitalizado y tomado nuevas formas, funcional al narcotráfico y surgiendo nuevos modos de violencia política. Los partidos tradicionales se han fragmentado, se resisten a morir y subsisten, pero ya no sólo hay dos o tres partidos, sino muchos más. Hay un panorama múltiple y multicolor, de dónde escoger. La sociedad civil y sus actores existen, no se pueden pasar por alto. El uso de las armas como opción de cambio social se ha deslegitimado. Los derechos son una cultura en proceso, porque no es fácil superar una cultura de exclusión de más de un siglo. El movimiento de mujeres y feministas cuenta en las políticas de Estado y movimiento social, con identidad propia. El 8 de marzo ya no es una fecha exótica para activistas. Hay nuevas ciudadanías. Los géneros salieron del closet: el movimiento LGTBI existe hoy hasta en los municipios más machistas de Colombia. Hay jóvenes aún cautivados o atrapados en las violencias, pero ya no sueñan en mundos idealizados sino en mundo ciberreales. Frente a quienes polarizan entre buenos y malos, estamos quienes abiertamente queremos romper el circuito vicioso de la lógica amigo-enemigo y hablar de frente de reconciliación y paz como opción de vida y cultura.
Hay corrupción, hay vicios políticos, pero no le echemos la culpa a la Constitución. ¿Es ella la causa de tantos males? La solución no es reemplazarla por otra. Un nuevo marco sin transformaciones culturales y actores renovados sería simplemente otro marco, y habría que ver si quedaría mejor.
@obserpaz