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El obispo de Arauca, Jaime Cristóbal Abril, le ha pedido al Gobierno “una respuesta mucho más integral” frente a la crisis humanitaria que sufre el departamento. En reacción a la ola de asesinatos selectivos que conoció el inicio de año en el marco de la disputa territorial entre el ELN y el Frente Décimo, el prelado también ha hecho llegar su voz de cercanía a los más afectados por la violencia.
Human Rights Watch tiene información sobre al menos 30 muertos, 400 desplazados internos en Colombia y más de 60 personas que han llegado al país procedentes de Venezuela, toda vez que la crisis se extiende más allá de la frontera, en lugares como el estado Apure.
“No están solos, estamos con ustedes”, le ha dicho el obispo a las víctimas. A los directos responsables del derramamiento de sangre les ha pedido explorar “caminos de acercamiento y diálogo” para que prevalezcan el bien común y la aplicación del derecho internacional humanitario. Y a todos ha querido manifestar que la diócesis ofrece su disponibilidad para aportar a la superación de estas y otras realidades, con el fin de que brillen la paz y la reconciliación. Lo hizo, primero, a través de un texto divulgado el 2 de enero, y luego con un nuevo pronunciamiento, dado a conocer a través de video, en días recientes.
(Lea: Dabeiba y Frontino: una crisis humanitaria con rostro indígena)
Durante un panel organizado por WOLA el 7 de enero, Guillermo Antonio Díaz, presidente del Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos (capítulo Arauca), destacó que no es nueva la disposición de la Iglesia local. Ya en la primera década de este siglo, mientras avanzaba una disputa entre guerrillas, la diócesis ofreció sus buenos oficios para acompañar a los afectados y hallar caminos de entendimiento. De hecho, el padre Deisson Mariño, más tarde defensor regional del pueblo, se destacó ya en aquellos años por su labor humanitaria. “Entre 2004 y 2007 tenía cercanía con la Defensoría y es cuando se da la guerra de FARC y ELN”, diría el sacerdote en 2017, hablando sobre su experiencia en aquella época y sobre los efectos de la confrontación entre la sociedad civil. “Yo hablaba con los grupos armados porque uno se los encontraba en la carretera […] Les pedimos que no se mataran, pero ellos pensaban en violencia. Fue duro ver gente que moría, algunos muy cercanos: profesores, líderes, campesinos. Esta diócesis ha sido víctima colectiva del conflicto armado”.
“El primer obispo muerto en este país por hechos de violencia se dio en Arauca”, había subrayado Mariño, en comunicación con Carlos Medina Gallego, refiriéndose a monseñor Jesús Emilio Jaramillo, asesinado por el ELN mucho antes, en 1989. “Pero también han muerto seis sacerdotes víctimas del conflicto y un sinnúmero ha tenido que salir del departamento, quizás la mitad del clero”, añadió, en un testimonio de 2010, publicado por el historiador en su libro Conflicto armado, Iglesia y violencia (2018).
Derechos humanos y cristianismo
“Los principios humanitarios que plantea la Iglesia, la imparcialidad y la neutralidad, nos ponen en pies de todos […] Por esto se ha logrado adelantar varias acciones frente a los grupos armados para garantizar el mayor respeto para la población civil”, ha dicho Mariño, para explicar cómo en la jurisdicción se puso en práctica la metodología de los diálogos pastorales que, al igual que en otras zonas de conflicto, le ha permitido a la Iglesia llevar a cabo su trabajo social en medio del fuego cruzado.
Es la misma metodología de la que han debido echar mano líderes religiosos como Juan Carlos Barreto, obispo de Quibdó, y Luis Augusto Castro, primero vicario apostólico de San Vicente del Caguán y más tarde arzobispo de Tunja y presidente de la Conferencia Episcopal. José Darío Rodríguez, investigador social, autor de Iglesias locales y construcción de paz (2020), ve en acciones de este tipo una prueba de las transformaciones llevadas a cabo en el seno del episcopado colombiano para abrazar la causa de la defensa de los derechos humanos como parte de su labor.
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El desplazamiento forzado fue uno de los fenómenos que llevaron a que un sector de obispos diera un giro hacia una nueva comprensión de su rol en medio de la crisis humanitaria generada por la profundización del conflicto armado. De una lectura exclusivamente moral sobre la situación del país se fue pasando a una búsqueda cada vez más aguda de las causas estructurales de la violencia y a una afirmación de nuevos estilos pastorales y de nuevas maneras de hacer presencia entre una sociedad civil asediada por la guerra.
El mundo de la religiosidad popular no es ajeno a esta toma de postura. Lo demuestran el culto al Cristo de Bojayá y una advocación mariana que ha ido cobrando arraigo en Arauca, la Negrita del Piedemonte y de la Sabana. Esta última reproduce la devoción a una virgen de rostro herido, que tiene su origen en Polonia. Las marcas en su rostro hacen pensar en las heridas causadas por la marginación y la guerra en el departamento. En Fortul fue dedicado un santuario a esta advocación y cada tanto la diócesis organiza peregrinaciones hasta allí, como un modo de acompañar la vida de sus feligreses, proponiendo nuevas formas de experiencia litúrgica, atentas a las necesidades psicosociales de la gente.
Mientras crece el miedo entre los araucanos y vuelven a la mente imágenes de una era de sangre que parece reciclarse, la Iglesia local se pronuncia en favor de la paz. No es de menor importancia este respaldo. “Ojalá brillen tiempos mejores”, dijo monseñor Abril, días atrás, después de visitar varias comunidades. Con sus palabras, el prelado se inscribe dentro de un creciente grupo de obispos que saben que la transformación social no se puede aplazar. Voces necesarias.