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Hasta la primera semana de abril se cuentan al menos 25 masacres en 2021. El país suma más de cuatro mil masacres desde la década de los sesenta, pero detrás de la frialdad de las cifras están las historias de las víctimas, los familiares y los testigos de los crímenes, que ayudan a responder preguntas clave: ¿Quiénes masacran, por qué y para qué?
Una noche de mediados de julio de 2013, después de leer varios documentos que describían la serie de masacres perpetradas en el corregimiento de La Gabarra entre mayo y agosto de 1999, no aguanté la tristeza y el llanto me pudo por un rato largo. Los relatos narraban violaciones colectivas, empalamientos y descuartizamientos. No cubrí esas masacres de esa época, pero he escuchado a colegas que lo hicieron y no olvidan el olor a sangre en las calles de alguna vereda o las cabezas de las víctimas de tantos casos de sevicia, en medio de los gritos de dolor de los familiares y vecinos.
En esos años dirigía la investigación para construir una base de datos que le permitió al equipo de Rutas del Conflicto registrar cerca de 750 masacres cometidas entre 1982 y 2012. Cada semana los jóvenes periodistas del equipo, que aún no se graduaban de la universidad, tenían que escribir textos que documentaran con datos básicos: las circunstancias de los crímenes, los nombres de las víctimas y el contexto de violencia de la zona.
Los casos que investigamos resultaron ser apenas la quinta parte de todas las masacres documentadas por el Centro Nacional de Memoria Histórica en ese periodo: cerca de 3.500. Tan solo en un año, el 2001, se perpetraron 405 masacres, según la base de datos del CNMH. Si se compara con la forma en que se registra una masacre en la actualidad, la cifra sería mayor, ya que el Centro de Memoria tuvo en cuenta crímenes de cuatro o más personas y no como lo hacen oenegés como Indepaz, que cuentan desde tres.
Para la construcción de esa base de datos leímos sentencias e informes académicos, pero también los registros de prensa de los crímenes. En la mayoría de los cubrimientos apenas se registraba el número de muertos y solo se incluía la voz del Ejército y la Policía, que varias veces salieron a señalar sin ninguna prueba a las víctimas de guerrilleros o delincuentes comunes. Eran escasas la voces de los familiares y de los testigos, así como el seguimiento posterior a las consecuencias de dichas masacres. Después de publicar la base de datos, en 2014, pudimos recorrer el país y hablar con decenas de familiares de las víctimas y testigos de los crímenes.
Los titulares fríos, con el número de muertos y las versiones improvisadas de las autoridades, contrastan con la historia de cada sobreviviente. Como la de doña Flor* que ha contado decenas de veces cómo en medio de la masacre de la Horqueta, en Tocaima Cundinamarca, tuvo que decidir junto a su esposo, ante el ‘favor’ de un paramilitar, quién de ellos iba a ser asesinado y quién iba a seguir vivo para quedarse con sus hijos. O como la historia de la enfermera Sandra León, que jamás pudo volver a ejercer su profesión por el impacto psicológico que sufrió, luego de terminar bañada en la sangre y las entrañas de una víctima rematada dentro de una ambulancia por paramilitares en Barbosa, Santander, en la masacre del Bar Gato Negro en agosto de 2001. En ambos casos, agentes del Estado insistieron en su momento en señalar a los muertos de presuntos colaboradores de la guerrilla.
Las voces de las víctimas también permitieron contar quiénes se beneficiaron con los enormes desplazamientos forzados, producidos por estos crímenes y cómo el rastro de varias comunidades fueron borradas del mapa, al igual que la dignidad de sus memorias. Donde quedaba algún pequeño pueblo masacrado en el Urabá cordobés, en los Montes de María o en las sabanas del Meta y el Vichada, solo existen miles de hectáreas de palma aceitera, banano o soya.
Y ahora que hemos vuelto a contar masacres, pero esta vez en tiempo real, deberíamos recordar todo esto, cuando leamos nuevamente titulares con el número de muertos, con la escueta declaración de algún militar, policía u otro funcionario del gobierno que señala a las víctimas de delincuentes que se matan entre sí. Como en el pasado, ‘buenos muertos’.
¿Quiénes masacran, por qué y para qué?¿Quiénes son las víctimas de estos crímenes? Indepaz contó 91 en el 2020 y 25 en lo que va del 2021, o al menos hasta la fecha en la que escribo esta columna. En Rutas del Conflicto, nueve años después, otra vez, un grupo de jóvenes colegas, de estudiantes de periodismo, volvió a registrar masacres, a contar la muerte en un nuevo ciclo de esta guerra que parece dolorosamente interminable, como desde los ochenta, cuando valientes periodistas cubrieron con rigor y en detalle varias masacres, especialmente las que dejaron más víctimas, porque las dimensiones de la violencia desbordaron la cobertura de los medios.