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Por: Fernanda Espinosa Moreno*
Las investigaciones y estadísticas médicas más recientes han mostrado que la tasa de letalidad del COVID-19 se ha concentrado sobre todo en la población mayor de 60 años. Al grado que, en Italia, uno de los países más afectados por la pandemia, los medios de comunicación incluso se han referido a una “matanza silenciosa de los abuelos”, pues las personas fallecidas en los ancianatos o casas de reposo rebasan el número de 6.000. De acuerdo con el último censo poblacional elaborado por el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE), en Colombia el 9.2% de la población es mayor de 60 años. Dicha cifra engloba a una generación entera que vivió acontecimientos y procesos fundamentales para nuestro país, como el 9 de abril, la Violencia Bipartidista, la dictadura de Rojas Pinilla y el Frente Nacional, por solo nombrar algunos. En estos momentos, dicha generación no solamente se enfrenta al grave peligro que implica la emergencia sanitaria, sino que también debe hacer frente a otro tipo de amenaza revelada por ésta, una que tiene carácter social.
Por sorprendente que resulte, desde el comienzo de la pandemia hemos podido enterarnos por noticias nacionales e internacionales cómo algunas personas no han tenido obstáculo en restar importancia al COVID-19, calificándolo como una enfermedad que “solo afectaba a la tercera edad”. En un ejemplo extremo, en Estados Unidos un político incluso sugirió que los ciudadanos mayores debían simplemente “sacrificarse”. Existe un término preciso para definir tales ideas, gerontofobia, es decir, el desprecio por las personas de mayor edad. Mientras que en otros momentos se las ha reverenciado como verdaderas fuentes de sabiduría, por su experiencia labrada con el pasar de los años, actualmente no es raro que se asocie a la vejez con lo anticuado, inútil, incapaz o “desechable”.
Con la pandemia también se ha mostrado el fenómeno de muertes sin duelo social. Hace ya algunos años la filósofa Judith Butler escribía sobre la alta vulneración que enfrentaban las personas “perdibles” y “desposeídas” ante situaciones de violencia, hambre y pandemias, y que “cuando estas vidas se pierden no son objeto de duelo”. Hoy podemos ver cómo en Nueva York, ciudad de “primer mundo” que actualmente es el epicentro de la pandemia en nuestro continente, ha sido necesario abrir fosas comunes para personas muertas que no recibieron una despedida familiar o un acto público de entierro.
En nuestro país el problema de dichas muertes sin duelo no es nuevo, pues es el mismo de las fosas comunes, personas desaparecidas y enterradas como NN. Tristemente nos hemos acostumbrado a oír referencias de los muertos únicamente como cifras, “otro líder social o excombatiente asesinado” y no de la persona que vivió con un nombre y apellido. Tiempos de cifras, en que mientras se escucha que se alcanzaron las 195 920 personas muertas por COVID-19, el Padre Francisco de Roux, presidente de la Comisión de la Verdad, anuncia la cifra de un millón de víctimas por el conflicto armado. Detrás de esta cifra también están los familiares y organizaciones de víctimas, que han aprendido a vivir a pesar de la pérdida, o a sobrevivir a pesar de las circunstancias traumáticas. De hacer del duelo privado un acto público de resistencia a pesar del silenciamiento. De todos ellos podemos aprender mucho en las circunstancias difíciles que enfrentamos.
La memoria como proceso colectivo y de escucha implica un reconocimiento del otro. La memoria es un proceso intergeneracional, en el cual las personas mayores pueden compartir sus experiencias y testimonios con los y las jóvenes, entonces implica también revalorar la experiencia. Benjamin nos dice: “existe una cita secreta entre las generaciones que fueron y la nuestra. Y como a cada generación que vivió antes que nosotros…”
Valorar la memoria implica valorar el cuidado social. Pensemos en el valor de las y los líderes sociales, que buscan proteger a sus comunidades, o el de las personas mayores, las abuelas en quienes muchas veces recae la crianza de las niñas y niños. Cuidados que permiten la reproducción de la vida en sociedades profundamente marcadas por las desigualdades económicas, políticas, sociales y culturales que el COVID-19 no ha hecho más que evidenciar. Frente a la pandemia la memoria resulta de mucha utilidad. Un anticuerpo es una sustancia segregada por el propio organismo para combatir una infección, un virus. Eso precisamente puede representar la memoria, un recurso para romper con los ciclos de desvalorización social de la vejez y de olvidos de violencias contra las víctimas
* Integrante del equipo del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación