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Francia Márquez se ha convertido en un símbolo impresionante de valentía y de insobornable compromiso con la vida, gracias a su intenso trabajo en la protección del medio ambiente, en la defensa de los derechos humanos y de su labor feminista y comunitaria. Pero es mucho más que un símbolo: es la mujer que sí nos representa como país, lo que no ha logrado hacer ninguna otra mujer en la política colombiana. Porque así como el resto de nosotros, así como muchos de nosotros, lo que ha conseguido y que se refleja ahora con su candidatura, lo ha hecho teniéndolo todo en contra en un Estado donde siempre, y más en los últimos cuatro años, ser líder social, entiéndase ambiental, es un trabajo altamente peligroso.
En 2015 fue amenazada en su Cauca natal por los paramilitares que apadrinan la minería ilegal; y en 2018, pocos días después de obtener el The Goldman Environmental Prize, llamado también Premio Nobel Ambiental, fue víctima de un atentado donde salieron heridos sus acompañantes.
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Y como todo símbolo con peso propio, por sus connotaciones culturales, históricas y sociales, rebasa lo que representa. Va siempre más allá. El feminismo ha creído en ella a ojo cerrado y no sería una sorpresa que la mayoría de sus activistas votaran por ella. Sin embargo, Charles S. Peirce, traducido por Sara Barrena, manifiesta que “un símbolo no puede indicar ninguna cosa particular” sino que “denota una variedad de cosas”, por lo tanto, afirmar en nuestro contexto que Márquez representa específicamente un solo grupo de personas, sería caer en el reduccionismo.
Mejor, para usar sus propias palabras, citadas por Melissa Velásquez Loaiza en CNN, la candidata a la vicepresidencia de Colombia viene “del territorio de los nadies y de las nadies […], de los territorios olvidados en términos de inversión social, pero violentados por una política de muerte. Entonces no tendría sentido estar en el Pacto Histórico si no va a transformar esas realidades que sigue viviendo la gente”.
Dicho de otro modo, Francia Márquez representa a la mayoría de las personas que malviven y mueren en, o a causa de, la pobreza en Colombia. A las personas que viven del jornal en el campo, en cualquiera de los diversos campos del país que la gente centralista y que no ha sacado la mente de la capital agrupa bajo el peyorativo rótulo de “la Colombia profunda”.
Esta abogada de la Universidad Santiago de Cali representa además a los campesinos, ambientalistas, líderes comunitarios, defensores del agua, es decir, de la vida; a las mujeres−, a las mujeres “racializadas y empobrecidas”, como ella misma las llama, a las campesinas y madres comunitarias−, a los pueblos indígenas, o sea: a todas las personas víctimas de la violencia y de sus múltiples rostros. Esas personas por las que reclamaba amor César Vallejo hace casi cien años en su clásico poema Traspié entre dos estrellas:
¡Amado sea aquel que tiene chinches,
el que lleva zapato roto bajo la lluvia,
el que vela el cadáver de un pan con dos cerillas,
el que se coge un dedo en una puerta,
el que no tiene cumpleaños,
el que perdió su sombra en un incendio,
el animal, el que parece un loro,
el que parece un hombre, el pobre rico,
el puro miserable, el pobre pobre!
¡Amado sea el que trabaja al día, al mes, a la hora,
el que suda de pena o de vergüenza,
aquel que va, por orden de sus manos, al cinema,
el que paga con lo que le falta,
el que duerme de espaldas,
el que ya no recuerda su niñez;
[…]!
Representa, en fin, incluso, a las personas que por sus condiciones de vulnerabilidad no saben quién es ella ni de dónde viene, a las personas que ni siquiera votarán a su favor por los miedos falsos que trafican en los medios y en las redes sociales los enemigos de la verdad. Francia Márquez, apartada de la politiquería tradicional, de la corrupción, sin tacha en su hoja de vida, es la mujer que sí nos representa, la abogada que nos quiere defender desde la Casa de Nariño, aquella que quiere acabar la insipidez del dolor en Colombia, de una vez y para siempre, y devolvernos la sabrosura de la vida.