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Inicia el nuevo año y en las primeras semanas, las familias colombianas incluyen en sus plegarias y deseos la esperanza de que este sea mucho mejor que el año que acaba de pasar. A pesar del sinsabor y el dolor que nos dejan los primeros días de enero -con el asesinato de tres firmantes de paz, el homicidio de tres líderes sociales, entre ellos un concejal en Tuluá, y la desaparición de la profesora Fanny en Norte de Santander, entre otros hechos de violencia en Antioquia y Arauca-, sin duda alguna, en este 2024, el clamor por la paz y el respeto por la vida seguirán estando en primer orden.
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Por ello, es determinante el rumbo que tomen las mesas de negociación, la consolidación de los procesos de diálogo socio-jurídico en el marco de la política de Paz Total y la urgente implementación en su integralidad del Acuerdo final de Paz suscrito en 2016.
El proyecto de la Paz que representa el Gobierno del cambio tiene en el horizonte próximo uno de sus mayores retos, la más grande de las oportunidades, y quizás, al mismo tiempo, su mayor talón de Aquiles.
El escenario de violencia y el fortalecimiento de grupos armados en algunas regiones del país han permitido una nueva legitimización del discurso que sustentó por décadas la estrategia paramilitar. De ahí que nuevamente surjan propuestas como la militarización de varios de esos territorios o la creación de frentes de seguridad, con las consecuencias que todo el país conoce, incluyendo aberraciones como las Convivir y todos los fenómenos de violencia que se generan cuando ciudadanos se dedican a cumplir funciones de seguridad o aplicar justicia privada.
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Las violencias en Colombia no pueden desligarse del discurso del odio, que no solo sigue ganando terreno, sino que logra promover la legitimación y la deshumanización de todo aquel que ejerce liderazgo nacional o regional e impulsa soluciones dialogadas ante la guerra.
El odio se vale de la exacerbación del rencor y la desinformación mediante herramientas como redes sociales, generando situaciones como la del vendedor informal admirador de Bukele que amenazó de muerte públicamente al presidente de la República y que terminó con un llamado a interrogatorio, o el tiktoker Germán Rodríguez, quien no escatima esfuerzos por promover información sesgada y calumniosa contra la comunidad firmante del Acuerdo Final de Paz y la militancia del partido Comunes, pese a la protección constitucional que les asiste.
El best seller alemán “Contra el odio” de la filósofa Carolin Emcke nos plantea que una de las características del odio, además de ser inexacto e impreciso, fabrica todo aquello que ataca y principalmente aquello que supuestamente es generador de amenaza, para así mostrar como necesarias y legítimas las medidas y acciones para su aniquilación.
Asimismo, el maestro Juan Carlos Henao (q.e.p.d), en uno de sus últimos conversatorios en la Universidad Nacional, advertía sobre el peligro y el efecto antidemocrático que trae consigo el discurso del odio al cercenar cualquier capacidad de observación o reflexión frente a fenómenos que, como la violencia, pueden tener muchas variables para su solución.
El odio no solo es antidemocrático, sino que genera en sí mismo totalitarismo, lo que nos impone a la sociedad la tarea fundamental de impedir que los promotores de dicho discurso sigan fabricando su objetivo a la medida, lo que permitiría la legitimación de acciones de militarización y justicia privada.
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Por supuesto, por parte de los grupos armados ilegales que han manifestado su interés de iniciar procesos de negociación, tendrán que asumir si realmente existe un objetivo de poner fin a las violencias o si, por el contrario, su apuesta es continuar con los crímenes contra la paz, el desplazamiento de comunidades, la amenaza, el secuestro y el narcotráfico, actos que solo contribuyen a alimentar con mayor fuerza la idea de que la violencia se combate con más violencia.