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Por Paula Hernández Vargas.
El proyecto de “paz total” ha sido el tema principal de los últimos meses, la agenda de los medios de comunicación a nivel nacional lo ha demostrado. Las críticas y el escepticismo han sido evidentes, y es que es una propuesta de ley que hay que tomar con pinzas pues suscita una polarización similar a la que ya conocimos en 2012 con el acuerdo de paz entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las FARC-EP.
El periodismo está llamado a evaluar y replantear muy cautelosa y críticamente cuál será su rol en este nuevo escenario y cuál, desde las experiencias que ha tenido en el cubrimiento del conflicto armado, el postconflicto y la paz, será su posición frente al discurso gobiernista –el cambio con justicia social– y al discurso de la oposición –el ofrecimiento de beneficios para “delincuentes”–.
En la historia de Colombia y sus conflictos, el periodismo ha tenido un papel trascendental en las decisiones, en el moldeo de la opinión pública y en el cambio de rumbo que han tomado los diferentes intentos de paz en el país. Los diálogos en el Caguán, entre 1999 y 2002, marcan un hito en el cubrimiento del conflicto y de las responsabilidades del manejo de la información. En aquel momento el trabajo periodístico de los principales canales de televisión se destacó por la falta de conocimiento del proceso, la espectacularización de las negociaciones, la desinformación y el sesgo. Fue en aquel entonces que irresponsablemente los medios propagaron el rumor de que las FARC-EP le habían colocado un collar bomba a una mujer en Chiquinquirá, Boyacá, y que, finalmente se comprobó, había sido autoría de la delincuencia común.
Al igual que este caso existieron muchos otros en los que los medios tomaron una posición incendiaria y vengativa que no permitió el posicionamiento de la paz en la opinión pública y que incidió en el fracaso de los diálogos, como lo mencionó el periodista Raúl Ramírez en entrevista con la Comisión de la Verdad y que quedó registrado en el anexo La verdad victimizada: El periodismo como víctima y su rol y responsabilidades en el marco del conflicto del Informe Final.
Otro error que cometió el periodismo fue el negacionismo del paramilitarismo en los 2000 y el silencio sobre sus crímenes, que perpetuó el desconocimiento y el irrespeto a las víctimas. En cambio, les abrieron el micrófono a los comandantes, como Carlos Cataño, quienes en realidad terminaban usando a las cadenas de televisión nacional y a la prensa regional como plataformas para difundir su doctrina y justificar su accionar.
Terminaron posicionando el discurso de la Seguridad Democrática durante el gobierno de Álvaro Uribe, introdujeron un nuevo lenguaje que reemplazaba o incluía términos como enemigo público, autodefensas en vez de paramilitares y migrantes internos para dejar de decir desplazados. Abrazaron la idea de que el periodismo podía contribuir a la seguridad nacional y siguieron las indicaciones de la Oficina de Prensa y del Ejército y dejaron de informar sobre los crímenes que cometía la guerrilla porque hacerlo, fortalecía a la insurgencia.
“Los medios se limitaron a ejercer como: Cajas de resonancia del gobierno y de las fuerzas militares; callaron ante las violaciones a los derechos humanos, por intimidación, por miedo, por las restricciones oficiales, o por decisión de las empresas mismas atemorizadas y arrastradas por la ola de la popularidad del gobierno.” . Además, no conforme con eso, este periodismo normalizó las masacres y revictimizó a las víctimas.
Sin embargo, también existió la otra cara, la del periodismo que apostó por la verdad, por escuchar a las víctimas y por oponerse al discurso guerrerista, como lo hicieron las Unidades de Paz y Derechos Humanos de El Colombiano, El Espectador, El Tiempo y Revista Semana. Fue un periodismo silenciado y atentado en cientos de ocasiones y en todas partes del país. Las negociaciones en Cuba, entre 2012 y 2016, también demostraron la evolución de este periodismo, de la posibilidad de historias de paz y del nacimiento de nuevos medios de comunicación alejados de los intereses políticos y económicos que llevan tantos años controlando las decisiones editoriales de los grandes medios.
Este fue un periodismo estigmatizado y tachado, dentro de sus redacciones y fuera de ellas, –por varios actores del conflicto, especialmente del Ejército– como insurgente, enemigo de la patria y aliado de las FARC-EP. En consecuencia, muchos periodistas fueron desprestigiados, intimidados, interceptados y exiliados. No podemos olvidar que también varios periodistas fueron amenazados y asesinados por el narcotráfico y que el miedo a correr con la misma suerte trajo consigo la banalización de la información y el silencio sobre estos temas.
Parece ser que este periodismo que levanta la voz se sigue sumiendo en un ciclo sin salida de la victimización. Hace tan solo un mes, el periodista Andrés Celis tuvo que exiliarse por amenazas contra su vida por su trabajo como investigador en la Comisión de la Verdad; el 16 de octubre de este año, hace un mes, fue asesinado por causas asociadas a su oficio Rafael Emiro Moreno, periodista en Montelíbano, Córdoba; y tras 3 años, el proceso judicial por el caso de periodistas y medios de comunicación perfilados e interceptados ilegalmente por el Ejército Nacional no avanza y parece estar condenado a la impunidad.
Se pueden mencionar muchos aspectos más sobre el rol del periodismo en el conflicto armado en Colombia, como responsable y como víctima, y parece que todas ellas se repiten. Sí, tenemos una deuda con el periodismo de no olvidar y reconocer a quienes mantuvieron y han mantenido su compromiso con la verdad, pero el periodismo también tiene una deuda con el país, una deuda que debe ir a acompañada de la no repetición, la garantía de los derechos a la información y la voluntad por la paz. Ahora debe plantearse su rol frente a un nuevo escenario de negociaciones y en apuesta por lograr un periodismo libre de violencia.