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Quizás no exista una aspiración más altruista en la actualidad que implementar un modelo de Justicia Restaurativa, especialmente si se trata de un país que busca superar décadas de violencia y consolidar un modelo de “Paz Total”. El espíritu de este nuevo tipo de justicia no solo se enfoca en reparar los daños causados por quienes participaron directa o indirectamente, perjudicando a las personas afectadas, sino que también busca la reconstrucción del tejido social y la reconciliación entre todos los miembros de una misma sociedad. Es una alternativa que pretende superar la dimensión retributiva propia de la justicia formal y, en especial, de la justicia penal.
Aunque el Acuerdo Final de Paz no hace una referencia explícita a la justicia transicional, a diferencia de las varias menciones de justicia restaurativa que la posicionan como el paradigma orientador de la JEP, en la práctica se ha generado un proceso de armonización entre ambas, cuyo objetivo se centra en superar las causas que originaron el conflicto, garantizar la no repetición y pactar para que las nuevas generaciones no vivan los horrores de la guerra. Por eso mismo, para alcanzar tan noble propósito, el desarrollo de las etapas procesales ante la jurisdicción especial no puede perder de vista el objetivo fundamental de garantizar el derecho universal a la paz, respetando los derechos de aquellas personas afectadas por la guerra y aplicando valores y principios al debido proceso, así como garantías fundamentales para quienes voluntariamente suscribieron actas de comparecencia y contribuyen a la verdad.
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Resulta difícil entender cómo una justicia hecha para la paz hoy expulsa o restringe derechos, o adopta decisiones que parecen más vulneraciones al debido proceso y contrarias a la presunción de inocencia, en lugar de propiciar procesos de reconciliación. Aún después de seis años de la firma del Acuerdo de Paz, hay más de un centenar de personas privadas de libertad que, a pesar de demostrar su pertenencia a las extintas FARC, no gozan de los beneficios de libertad condicionada y sufren el hacinamiento y las múltiples vulneraciones pese a haber suscrito el Acuerdo. Por otro lado, están los más de 20 firmantes y comparecientes que han sido expulsados de la JEP, como Ever Fredy Ardila o Diego Mejía (Firmante de Paz asesinado), o aquel coronel que, por dar unas declaraciones en situaciones totalmente distintas a los hechos que investiga la justicia especial, le fue restringida su libertad en mayo de este año por una disposición de esa misma jurisdicción.
Uno de los propósitos de este paradigma de justicia es alejar a hombres y mujeres de la guerra, otorgando primacía al derecho humano a la paz. La jurisdicción no fue creada para negar beneficios, ni mucho menos expulsar a comparecientes que voluntariamente vieron la posibilidad de resolver su situación jurídica y satisfacer los derechos de las víctimas, como recientemente lo han hecho algunos integrantes del extinto bloque oriental en el macro caso de secuestro.
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Aún más, las medidas restaurativas y reparadoras del Sistema Integral no se legitiman en el escenario mediático, pues de nada valen las afirmaciones públicas sobre la crueldad del conflicto si no hay procesos reales de reconciliación que superen el odio y la estigmatización en los territorios.
Nuevos vientos abrazan la Paz de Colombia; la sociedad recibe con esperanza los esfuerzos del gobierno por consolidar un proyecto de paz completa. La instalación del Comité Nacional de Participación y las nuevas mesas de negociación, así como las próximas por venir, serán oportunidades para fortalecer ese anhelo colectivo y reposicionar la justicia para la paz. Es quizás la oportunidad para que nos sumemos colectivamente a este proyecto de hacer lo propio para restaurar lo dañado en décadas de conflicto y fijar nuestro objetivo en reconocer los derechos fundamentales esenciales para las nuevas y futuras generaciones.