Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
El pasado domingo 5 de mayo se cumplieron 30 años de la sentencia C-221 de 1994, proyectada por el entonces Magistrado de la Corte Constitucional, Carlos Gaviria. En esta, se dictaminan dos grandes antecedentes para las discusiones sobre consumo a nivel nacional, a la vez que se crea un referente a nivel internacional.
Por un lado, se reafirma la validez de la figura jurídica de la dosis para uso personal, así como su diferenciación de cantidades más grandes de marihuana, cocaína y “cualquier otra droga que produzca dependencia”, usadas para comercialización. Por otro lado, y más importante aún, se declara inconstitucional la persecución y sanción de las personas que consuman dicha dosis personal.
Las consecuencias de esta sentencia son bien conocidas en la historia reciente colombiana y han sido el eje de una discusión sobre libertades individuales, convivencia ciudadana en el espacio público, procedimientos policiales y salud pública que permanecen en tensión latente y parecen avivarse cada vez que son funcionales a las dinámicas electorales de turno.
En esta columna haré un ejercicio interpretativo que puede ser tachado, con justa razón, de anacrónico y poco riguroso. En la misma vértebra de quien analiza los escolios de Nicolas Gómez Dávila, o de una lectura actual del libro del Deuteronomio, mostraré cuatro apartes de la sentencia para evidenciar que Gaviria era un “adelantado” a su momento histórico. Esta idea, blandida ya por muchos, se sustenta no sólo en el componente liberal y provocador para la época, sino en la clarividencia que caracteriza el texto respecto a conceptos que, actualmente, son fundamentales en una política de drogas respetuosa de las personas usuarias. Vamos uno a uno.
La inefectividad del sistema de prohibición, basada en la idea de que el consumo existe y seguirá existiendo, independientemente de las condiciones de legalidad que se impongan sobre las sustancias, ha venido tomando fuerza durante las últimas dos décadas. Gaviria, sin embargo, advertía desde el 94′ que la elección de consumir va a seguir existiendo, independientemente de lo que se diga o haga respecto al “vicio”:
“Poco sirven las prédicas hueras contra el vicio. Tratándose de seres pensantes (y la educación ayuda a serlo) lo único digno y eficaz consiste en mostrar de modo honesto y riguroso la conexión causal existente entre los distintos modos de vida y sus inevitables consecuencias, sin manipular las conciencias. Porque del mismo modo que hay quienes se proclaman personeros de una cosmovisión, pero la contradicen en la práctica por ignorar las implicaciones que hay en ella, hay quienes optan por una forma de vida, ciegos a sus efectos”.
Por otro lado, una de las premisas fundamentales de las estrategias de reducción de riegos y daños (RRD) consiste en la necesidad de que las personas que usan sustancias psicoactivas tomen decisiones respecto a su consumo de manera informada. En una segunda entrega de clarividencia, Gaviria resalta la importancia de la información ante la obsolescencia de la prohibición:
“Cabe entonces preguntar: ¿qué puede hacer el Estado, si encuentra indeseable el consumo de narcóticos y estupefacientes y juzga deseable evitarlo, sin vulnerar la libertad de las personas? Cree la Corte que la única vía adecuada y compatible con los principios que el propio Estado se ha comprometido a respetar y a promover, consiste en brindar al conglomerado que constituye su pueblo, las posibilidades de educarse. ¿Conduce dicha vía a la finalidad indicada? No necesariamente, ni es de eso de lo que se trata en primer término. Se trata de que cada persona elija su forma de vida responsablemente, y para lograr ese objetivo, es preciso remover el obstáculo mayor y definitivo: la ignorancia. […] es preciso admitir que el conocimiento es un presupuesto esencial de la elección libre y si la elección, cualquiera que ella sea, tiene esa connotación, no hay alternativa distinta a respetarla, siempre que satisfaga las condiciones que a través de esta sentencia varias veces se han indicado, a saber: que no resulte atentatoria de la órbita de la libertad de los demás y que, por ende, si se juzga dañina, solo afecte a quien libremente la toma”.
En tercer lugar, prevenía sobre una característica evidente en los consumos, pero sobre la cual hasta hace poco se ha llegado a un consenso más o menos generalizado: los efectos diferenciados en razón de clase. Justamente, como una consecuencia de la prohibición de las sustancias, los riesgos que viven día a día millones de personas usuarias se ven atenuados o exacerbados dependiendo de factores individuales, entre uno de ellos, la capacidad adquisitiva. Gaviria lo nombraba de la siguiente manera:
“En la norma citada [ley 30 de 1986] hay implícita una discriminación inadmisible para el drogadicto que tiene recursos económicos y para el que carece de ellos, pues mientras el primero puede ir a una clínica privada a recibir un tratamiento con los especialistas que él mismo elija, el segundo se verá avocado a que se le conduzca a un establecimiento no elegido por él, con todas las connotaciones de una institución penitenciaria”.
Por último, Gaviria pronosticó con elocuencia lo que alguna literatura académica ha llamado la normalización de los consumos y que, desde Elementa, caracterizamos como los consumos orgullosos y vergonzantes. Con ello nos referimos a la idea de que la “domesticación” de ciertas sustancias (el establecimiento informal de ritos, lugares, horarios y formas de consumo, así como de mecanismos de comercialización, entre otros) ha hecho que ciertos consumos sean motivo de celebración social y, por tanto, públicos -el orgullo-; mientras otras sustancias son condenadas y se obliga a sus usuarios a esconderse -la vergüenza-. Gaviria, con una pluma mucho más ligera, lo describió así:
“Pero finalmente, puede invocarse como motivo de la punición, el peligro potencial que para los otros implica la conducta agresiva desencadenada por el consumo de la droga. Sobre este punto, es preciso hacer varias consideraciones: la primera se refiere al trato abiertamente discriminatorio que la ley acuerda para los consumidores de las drogas que en ella se señalan y para los consumidores de otras sustancias de efectos similares, v.gr., el alcohol. Porque mientras el alcohol tiene la virtud de verter hacia el otro a quien lo consume, para bien o para mal, para amarlo o para destruirlo, el efecto de algunas de las sustancias que la ley 30 incluye en la categoría de “drogas”, como la marihuana y el hachís, es esencialmente interior, intensificador de las experiencias íntimas, propias del ser monástico. Por eso ha podido decir Octavio Paz que el vino se halla vinculado al diálogo (la relación con el otro) desde sus comienzos: el simposio griego. La droga a los viajes interiores, más propios de la cultura oriental. Quien toma alcohol, se halla dentro de la más pura tradición occidental, mientras que el que se droga es un heterodoxo (tal vez sea por eso por lo que se le castiga)”.
En síntesis, más que alguna pretensión analítica, este texto quiere provocar al lector y la lectora a la revisión de la sentencia. Es un texto entretenido, con chistes incluidos, que dejan ver la riqueza literaria y jurídica del exmagistrado. Más allá de estos halagos, la sentencia es un referente pionero a nivel mundial y ha sido fundamental en la defensa de los derechos humanos de las personas usuarias de sustancias. Conmemoramos la vida y el legado de Gaviria, el cual ha tocado a muchos que, solo leyéndolo, nos sentimos abocados a enriquecer y profundizar el debate público colombiano e imaginar futuros distintos.