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Empecé a leer el libro La Amazonia: un viaje al centro del mundo, de Eliana Brum, una periodista y activista ambiental brasilera que se mudó de Sao Paulo a la ciudad amazónica de Altamira para denunciar la destrucción que está sufriendo la región amazónica y en particular la devastación producto de la hidroeléctrica Belo Monte que tiene al río Xingú y a su gente agonizantes. Con mucho dolor, Brum relata la resistencia de los pueblos de la selva, desplazados por la hidroeléctrica y las economías extractivas.
En medio del relato, la autora introduce el concepto de “solastalgia” del filósofo australiano Glenn Albrecht. La “solastalgia”, dice Brum, “es la nostalgia de un mundo que sabemos que en breve será otro. Es esa añoranza que sentimos, no porque nos encontremos lejos de casa, sino por estar dentro de ella y saber que pronto dejará de existir”. La “solastalgia”, sigue Brum, se siente cada vez que los glaciares retumban en el mar o cuando el humo anuncia que están incendiando otra parte de la selva.
Recientemente estuve en un recorrido por Putumayo, estudiando la relación entre la economía de la coca, la ganadería y la minería de oro y sus impactos ambientales. Esta es una investigación que estamos desarrollando con varios colegas desde el Centro de Estudios de Seguridad y Drogas (CESED) a nivel nacional y con estudios de caso en Meta, Nariño y Putumayo.
Durante el recorrido sentí, ahora lo entiendo, un poco de “solastalgia”. Horas y horas de recorrido de solo pastos y unas cuantas vacas anuncian la despedida de la selva.
Cuando el mercado de la coca, que lo mueve todo en la región del Putumayo que visité, no garantiza buenos precios (como es el caso actual), los campesinos que pueden se mueven a la minería de oro, en este caso de montaña. Alquilan retroexcavadoras por unas horas y remueven todo a su paso por unos cuantos gramos de oro. Aquí, como en la coca, ningún minero se enriquece.
Hay también minería en el Río Caquetá, usualmente con dragas de gente de otras tierras que envenenan el río con mercurio y afectan su cauce. Ya pocos campesinos pescan en el río. El oro como la coca garantizan, en épocas buenas, un comprador a buen precio y fácil transporte, mientras que la economía familiar se mantiene. La alternativa a la coca y al oro son las vacas. Algunos campesinos ahorraron con la coca y ahora tienen ganadería, otros en cambio recibieron componentes del Programa Nacional de Sustitución (Pnis) e hicieron lo mismo: sembraron pastos y pidieron vacas para producir quesos o carne. Otros alquilan sus fincas a ganaderos del Caquetá y cuidan su vacas. El ganado tiene mercado garantizado y en el transporte no se daña como otros productos.
Ni el monocultivo de coca para cocaína, ni la explotación de oro con maquinaria ni la ganadería extensiva son economías sostenibles para la Amazonía y todas tienen directa o indirectamente el mismo efecto: se van comiendo la selva. Por supuesto hay diferentes escalas, pero todo va sumando. Una preocupación central es la transformación a gran escala de ganadería extensiva, una historia aún más compleja que Rodrigo Botero desde FSDC ha denunciado hasta el cansancio. También está la economía campesina, que producto de proyectos de colonización dirigidos, en diferentes momentos se desplazaron a estos territorios y no tienen alternativas productivas distintas ni acceso a mejores tierras. Ha habido mucho movimiento de los habitantes en la región producto del conflicto, las fumigaciones aéreas, y las crisis del campo que no hacen sino empujar la frontera agrícola. Al mismo tiempo, están las intervenciones del gobierno aisladas y desarticuladas: se interviene compulsivamente la coca, pero no la minería, y el apoyo es para la ganadería.
La coca, la minería y la ganadería pagan vacunas al grupo armado de turno. Actualmente, además, hay zozobra e incertidumbre pues no es claro quién es el que domina, y en un mismo municipio hay veredas vecinas que pueden estar controladas por grupos diferentes. Para el campesino esto es muy difícil pues la tranquilidad que siente un día puede cambiar drásticamente a la semana siguiente. El panorama es muy complejo y otro tipo de economías no parecen ser alternativa.
En medio de este panorama, hubo dos momentos puntales de esperanza que me ayudaron con la “solastalgia”: el primero, una cooperativa de firmantes de paz de las extintas FARC-EP en Puerto Guzmán, que, en medio de las disputas territoriales, resisten a la guerra y le siguen apostando a la paz con proyectos de restauración de árboles nativos, meliponicultura (crianza de abejas sin aguijón) y piscicultura; y el segundo, un proyecto de turismo comunitario en una reserva de selva húmeda tropical (Portal del Sol), que parece un oasis en medio del pasto en Villagarzón. Con la meliponicultura y la piscicultura se tendrán que hacer las cuentas bien para ver si, más allá de la soberanía alimentaria, esto tiene un mercado regional que genere ingresos en el largo plazo para los firmantes. El ecoturismo, que sí podría ser una apuesta interesante en la región, se ve amenazado por la violencia y la disputa de grupos armados que recuerdan la fragilidad de estas iniciativas.
La economía petrolera genera pocos empleos. Ningún gobierno ha intentado siquiera formalizar u organizar la economía del oro en la región y ya sabemos el fracaso de las intervenciones que intentan reducir la oferta de cultivos de coca. La ganadería se incentiva sin ningún orden. Mientras terminaba mi recorrido, se cayó en el Congreso la iniciativa del Representante Losada sobre trazabilidad para la ganadería, un buen intento de garantizar que la carne que se consume no genere deforestación. Esta iniciativa, de la mayor relevancia, es necesaria presentarla de nuevo el 20 de Julio porque es una solución concreta a la economía ganadera que podría, al menos, hacerse de forma distinta.
De la “solastalgia” es difícil curarse, pero no podemos quedarnos de brazos cruzados. Son necesarios los cambios incrementales, pero dejando de repetir lo que ya sabemos que no funciona. Esperemos que desde la Dirección de Sustitución de Cultivos Ilícitos (DSCI) no cedan ante la presión de cambiar coca por vacas, que el Congreso apruebe en la próxima legislatura el proyecto de trazabilidad ganadera, y que las intervenciones en el territorio se hagan de manera integral (vías, tierras, justicia), abordando las economías ilícitas en su conjunto (¡no solo la coca!) y de acuerdo a la vocación del suelo y la participación de las comunidades. Todo el mundo quiere vacas, por lo tanto, la pedagogía efectiva sobre otro tipo de economías y la transferencia de tecnología relevante para la región también son importantes.
Cierro esta columna con buenas noticias pues la cifra de deforestación para el 2023 es de 44.274 hectareas a nivel nacional, siendo esta la cifra más baja en 23 años de acuerdo con el IDEAM. Para Putumayo se registra una reducción del 52% con respecto al 2022. Sin embargo, no es momento de cantar victoria ni de dormirse en los laureles. Así que estos dos años del gobierno Petro son determinantes para mantener esta tendencia. Es necesario entender si esta disminución es producto de unas políticas exitosas o si, por lo contrario, es producto de un deterioro en la seguridad en estos territorios que frenan las actividades económicas. La historia nos muestra que después del Acuerdo de Paz con las FARC-EP y el anuncio y la implementación del PNIS se aumentó la deforestación en los departamentos amazónicos. Por lo tanto, es necesario que cualquier intento de Paz Total, o cualquier intervención estatal incluyendo la política de drogas tengan muy claro los efectos ambientales y como prevenirlos.