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Ha corrido mucha tinta sobre cómo el sistema de prohibición de drogas, o la llamada ‘guerra contra las drogas’, es, por un lado, una farsa y un fracaso, pues las drogas han ganado hace tiempo. Por otro lado, si no es una farsa, no se trata realmente de una guerra contra las drogas, sino de una guerra desproporcionada contra las personas en condición de vulnerabilidad, que se agudiza si estas viven en un país productor o de tránsito.
En esta columna, apostamos por un impacto menos estudiado, pero que creemos, debería ocupar un lugar más relevante en las discusiones sobre los efectos no deseados de la política antidrogas mundial: el debilitamiento de los regímenes democráticos. ¿Cómo los esfuerzos derivados de la prohibición de drogas erosionan las democracias? Principalmente como consecuencia de la corrupción.
Los grupos dedicados al narcotráfico consolidan redes de macrocriminalidad con actores estatales para influir en sus decisiones y acciones, en tanto, la corrupción sintetiza un mecanismo de protección a la persecución judicial, militar, financiera y logística. Aunque similar a otras economías ilegales, la corrupción vinculada al narcotráfico enfrenta a las democracias con dos retos particulares.
En primer lugar, debilita con mayor fuerza la legitimidad de las instituciones. Ejemplo de ello es el relacionamiento que se crea entre la ciudadanía en zonas de cultivo o tránsito de cultivos de uso ilícito y los organismos de la rama judicial, la policía e incluso los Ejércitos. La incredulidad hacia los esfuerzos por acabar con la economía del narcotráfico que crece, mientras se afecta la percepción sobre la buena fe detrás de sus acciones. En segundo lugar, la corrupción vicia el accionar del Estado, subordinando el interés colectivo (al que en teoría busca el Estado) al beneficio de los actores ilegales.
La premisa democrática de una elección representativa se ve truncada cuando, por medio de la corrupción, grupos ilegales pueden determinar el futuro de los cargos de elección popular y, por medio de estos, las rentas estatales, proyectos de inversión, accionar militar e, incluso, su propia seguridad jurídica. Se traduce, en últimas, en la institucionalidad estatal al servicio del narcotráfico.
¿Y esto por qué es relevante? Veamos el caso paradigmático de Honduras. En 2022, Juan Orlando Hernández (JOH) fue detenido y extraditado a Estados Unidos para enfrentar juicios por tráfico de drogas y armas. A principios de 2024, quien antes dirigió la nación hondureña durante dos períodos presidenciales, fue condenado a 45 años de prisión. Según la Fiscalía estadounidense, durante su mandato, JOH usó a la institucionalidad hondureña (policía, militares e incluso jueces en la resolución de casos de extradición) para proteger a sus aliados del crimen organizado mientras perseguía a los adversarios.
La compenetración entre los grupos narcotraficantes y los actores de la estatalidad hondureña se hizo aún más evidente a través de los testimonios de antiguos aliados de JOH y el expresidente Porfirio Lobo. Quienes en su momento pasaron de dirigir grandes agrupaciones delincuenciales, como el Cartel AA, a convertirse en alcaldes de ciudades, como Alexander Ardón, exalcalde de El Paraíso, o funcionarios nacionales, como Hugo Ardón, hermano del primero y jefe de la agencia estatal encargada de infraestructura vial. En ese sentido, la ejecución de políticas públicas, en principio pensada para el beneficio de la ciudadanía en general, se ve truncada por los intereses de grupos ilegales que están en capacidad de inferir sobre las elecciones e imponer su agenda en la institucionalidad estatal.
Honduras se transformó con ello en un caso ejemplar de cómo la cooptación del Estado por el narcotráfico refuerza el ciclo de deslegitimación institucional. De acuerdo al reporte para 2023 del Latinobarómetro, el apoyo a la democracia en Honduras es tan solo del 32%, el segundo más bajo de la región.
Aun con todo esto, las afectaciones a la democracia son tan solo una de las aristas para analizar en la experiencia de Honduras. En Extraditar la Verdad: Aproximaciones a los efectos de la política criminal de Estados Unidos en Honduras, nos decantamos por este tipo de lecturas, a la par que contextualizamos la inserción de Honduras en la economía del mercado ilícito de drogas, el uso y los incentivos creados por la extradición, así como los principales casos de narcotraficantes extraditados. De fondo, la investigación indaga en cómo la extradición, el principal mecanismo de cooperación internacional en la política criminal de Estados Unidos, ha influido en el comportamiento de los grupos criminales, no solo en Honduras -el centro de esta última entrega-, sino también en Colombia y México.
Con ello, una de las principales conclusiones del documento —recién publicado—, es que Honduras representa un caso ejemplar de las afectaciones del narcotráfico sobre los sistemas democráticos. El daño en las instituciones estatales, tanto en su legitimidad como en el ejercicio de sus labores, está por verse y se enfrenta a que la confianza ciudadana toma años en construirse y solo toma noticias de esta envergadura para desmoronarse en instantes. Las pérdidas no se cuentan solo en millones de dólares —lo que ya es bastante grave—, sino también en tiempo y conocimiento organizacional que tienen que volver a desarrollarse para lograr un ejercicio de política pública adecuada.
Mientras tanto, el resto de países de América Latina, y en particular desde Colombia, tenemos mucho por entender de la experiencia hondureña. ¿Qué diseños institucionales favorecen la corrupción? ¿Cómo proteger las elecciones de la influencia de grupos ilegales? ¿Qué rol puede jugar la ciudadanía ante escenarios de cooptación estatal? La continua transformación y readaptación de los fenómenos de macrocriminalidad implican soluciones creativas para estas y muchas otras preguntas.