Las herramientas olvidadas del Acuerdo de Paz para reducir los cultivos de coca

María José León Marín*
30 de octubre de 2022 - 07:04 p. m.
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La UNODC registró un incremento de las hectáreas de coca en un 43%. Esto prendió las alarmas y despertó sensacionalismos de que estamos “inundados de coca”. Más bien, la cifra muestra el fracaso de la guerra contra las drogas.

Las hectáreas de cultivos de coca crecieron un 43% según la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC). El último informe registró 143,000 en el 2021: 61,000 más que en el 2020. Esto prendió alarmas y despertó sensacionalismos de que estamos “inundados en coca”. Sin embargo, la cifra es, más bien, un recuerdo de algo presente en el discurso del nuevo Gobierno y en el informe de la Comisión de la Verdad: el fracaso de la guerra contra las drogas.

Mientras se abren discusiones sobre el prohibicionismo nacional e internacional, que pueden incluir la eventual regulación de la cocaína, debemos pasar del sensacionalismo a acciones concretas en el marco de la prohibición que atiendan las causas estructurales de la situación: la pobreza, la desigualdad y la falta de desarrollo rural. No podemos volver a mecanismos como el Plan Colombia, idealizar el uso del glifosato, ni continuar las campañas masivas de erradicación forzada. En gran parte porque ya tienen límites constitucionales y no son simples decisiones políticas. Por eso, en el corto y mediano plazo necesitamos fortalecer la reforma rural integral, los esfuerzos de sustitución voluntaria y cumplir la secuencialidad del Acuerdo de Paz, reiterada por la Corte Constitucional y recomendada por expertas internacionales.

La secuencialidad significa que el Gobierno debe usar de forma escalonada los mecanismos de erradicación de cultivos de uso ilícito. Primero debe intentar diligentemente la sustitución voluntaria. Si esto falla o no se logran acuerdos con las comunidades puede proceder la erradicación forzada manual, que es realizada por los Grupos Móviles de Erradicación de la Fuerza Pública. En el remoto caso de que ambos medios fracasen, el Gobierno puede acudir al uso del glifosato. Allí hay dos posibilidades: el Programa de erradicación de cultivos ilícitos mediante aspersión terrestre con glifosato (PECAT), que funciona desde el 2017, o el Programa de erradicación de cultivos ilícitos mediante aspersión aérea con glifosato (PECIG), suspendido desde el 2015.

Aunque el Gobierno actual no quiere retomar las fumigaciones aéreas, la realidad es que la secuencialidad no se ha cumplido y el panorama no parece prometedor. Sin la presión de la posible reanudación del PECIG, la atención puede centrarse en los otros métodos de erradicación forzada que siguen siendo utilizados, incluso en municipios donde las comunidades firmaron acuerdos voluntarios para el Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos Ilícitos (PNIS). Así lo denunciaron Viso Mutop, la DHOC, el MOVICCAAP y la COCCAM en Guaviare, Putumayo y Córdoba. De hecho, la situación es tan alarmante que muchos beneficiarios del PNIS que fueron objeto de operaciones de erradicación forzada manual con y sin glifosato en Nariño, Cauca y Norte de Santander presentaron tutelas que esperan una decisión de la Corte Constitucional.

Esto es fruto de la Política Ruta Futuro: la estrategia del anterior Gobierno centrada en vano en reducir la disponibilidad de drogas principalmente con erradicación forzada. Toda su atención y el 95% del presupuesto en drogas entre 2018 y 2022 se destinó a reanudar sin éxito el PECIG y a seguir con el PECAT y los Grupos Móviles de Erradicación. Este enfoque, que continúa parcialmente, desafía la secuencialidad del Acuerdo de Paz aunque no ha tenido los resultados esperados. Además, sigue sin entender que el punto no está en sustituir productos o hectáreas sino economías. Más aún, como lo admitió la Policía, la erradicación forzada terrestre arriesga la seguridad, la integridad y la vida tanto de las comunidades como de los miembros de la Fuerza Pública, quienes han sido expuestos a enfrentamientos y a minas antipersonal.

Entonces, ¿por qué seguir insistiendo en mecanismos de erradicación forzada costosos, ineficientes y peligrosos a costa de la baja, defectuosa y tardía implementación del Acuerdo de Paz? Hasta abril de 2022, los campesinos levantaron 45,970 hectáreas en el marco del PNIS: el 91,94% de su compromiso de erradicación con un 0,8% de resiembra. A pesar de ello, seis años después los gobiernos no han cumplido su parte. La pasada administración se centró en los pagos del Plan de Atención Inmediata familiar, pero abandonó las partes del Acuerdo de Paz para la transformación rural: 1) los proyectos productivos de ciclo largo tienen apenas un 2,4% de cumplimiento, 2) el Plan de Atención Inmediata comunitario sigue sin resultados, y 3) está pendiente la Reforma Rural Integral, uno de los puntos con menor implementación. Paralelamente, la UNODC indica que la mitad de los cultivos se concentra en 12 municipios y solo el 13% son cercanos a cabeceras rurales. Datos que nuevamente apuntan a que los enclaves están en lugares sin garantías para las comunidades.

El informe de la UNODC debe servir para redireccionar las acciones y priorizar los ajustes urgentes en la política de drogas. Como lo menciona la Comisión de la Verdad, el problema no es la coca sino el modelo de desarrollo que obligó al campesinado a transitar a economías ilegales para sobrevivir: ningún producto puede sustituir hoy la rentabilidad de coca para quienes siguen esperando vías terciarias para poder comercializar sus cosechas. Que el aumento del 43% sea un llamado a poner la luz donde debe estar: por ahora en implementar integralmente el Acuerdo de Paz, empezando por la anhelada reforma rural al igual que el fortalecimiento y el ajuste concertado de la sustitución voluntaria de cultivos que, a pesar de todo, ha tenido resultados. Un comienzo podría ser nombrar la nueva Dirección de Sustitución de Cultivos Ilícitos.

*Investigadora de Dejusticia.

Por María José León Marín*

 

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