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Recientemente, he tenido la oportunidad de conocer los programas de reducción de daños que operan en la frontera norte de México. Estos programas, enfocados principalmente en la atención integral a personas que consumen opioides por vía inyectada, están liderados por organizaciones de base comunitaria que han crecido dentro y de la mano de las comunidades y comprenden profundamente la problemática del consumo de drogas. Este enfoque comunitario ha demostrado ser una de las mayores fortalezas en la implementación de estrategias efectivas de reducción de daños.
Históricamente, México ha sido un país cultivador de opio y un lugar de tránsito de drogas hacia Norteamérica. A pesar de que sus índices de consumo de opioides han sido bajos, en la década de los 2000 se identificó un aumento en el consumo, especialmente en los estados del norte. Este incremento se ha asociado con las políticas de lucha contra el tráfico hacia Estados Unidos, que han resultado en la presencia de opioides en el territorio mexicano, que no logran cruzar del otro lado de la frontera. Desde 2013, se tienen registros oficiales sobre el consumo de fentanilo, y aunque inicialmente los casos eran pocos, la situación ha evolucionado significativamente. Investigaciones recientes han revelado que el fentanilo se ha comercializado bajo el nombre de “China White”, y que ha traído consigo un aumento en la frecuencia de sobredosis debido a su alta potencia.
Organizaciones de la sociedad civil, como Verter A.C. en Mexicali y Prevencasa A.C. en Tijuana, han implementado principalmente servicios de reducción de daños como la entrega de material higiénico de inyección, la curación de heridas en la piel, las pruebas rápidas de detección de infecciones de transmisión sanguínea y sexual como el VIH, el VHC y la sífilis, la entrega de preservativos y la remisión a otros servicios como la terapia de sustitución o programas de mantenimiento con metadona, tratamientos para la cesación del consumo o tratamientos para ITS, todo en el marco de la atención primaría en salud. Recientemente, y muy asociado con los cambios en el suministro de las drogas, el énfasis se ha puesto especialmente en la entrega de naloxona y el entrenamiento para la prevención y atención de sobredosis, la disposición de espacios para el consumo supervisado, las pruebas de detección de nuevas sustancias psicoactivas,
A través del trabajo de estas organizaciones se ha logrado detectar cambios en el mercado no regulado de drogas, como la aparición del fentanilo desde el 2018 o la xilacina desde 2022, y responder oportunamente a sus efectos sobre la salud pública. Esta detección temprana permite alertar a los usuarios para que tomen decisiones informadas y prevengan riesgos como la sobredosis. Las organizaciones no solo lideran la respuesta a la crisis del fentanilo, sino que prácticamente son las únicas que están haciendo algo por impedir un problema mayor. Además de ofrecer servicios integrales que incluyen en ocasiones comida, ropa, duchas y espacios de descanso, trabajan para articularse con otros servicios locales y sensibilizar a la policía para prevenir la violencia y apoyar en situaciones de sobredosis.
Un logro significativo es la reconstrucción del tejido social, especialmente entre personas sin redes de apoyo familiares o institucionales. Priorizan la atención a las personas más vulnerables, como mujeres, que viven violencias muy específicas gracias a su consumo, principalmente violencias físicas, psicológicas y económicas, pero también violencias sexuales, por lo cual disponen de manera prioritaria espacios de acogida donde ellas puedan descansar, compartir con pares comunitarios o profesionales y si quieren, consumir en un entorno protegido. Sus colaboradores conocen personalmente a los usuarios, sus hábitos de consumo y pueden identificar riesgos para su salud, ofreciendo una atención algo personalizada y efectiva.
A pesar de estos logros, el último sexenio ha presentado enormes retos para estas organizaciones debido a la falta de financiación gubernamental tras la llegada de López Obrador a la presidencia. La negación del presidente respecto a la problemática del consumo de fentanilo ha impedido la desclasificación de la naloxona y ha relegado la reducción de daños en su agenda, resultando, por ejemplo, en un desabastecimiento de metadona de más de ocho meses en el año anterior y en pocos esfuerzos por proteger la salud de los usuarios de drogas. Como consecuencia, la capacidad de incidencia de estas organizaciones ha sido prácticamente nula.
Estas organizaciones sobreviven gracias a la cooperación internacional y a que con el pasar de los años han aprendido a flexibilizarse y gestionar recursos a través de alternativas como los fondos destinados a la atención a personas que viven con VIH y a recursos que reciben a través de la academia para la investigación. Sin embargo, estos fondos son inestables, lo que dificulta la sostenibilidad a largo plazo de sus intervenciones y servicios.
Los gobiernos locales también tienen un impacto significativo en sus operaciones, pudiendo tanto facilitar su funcionamiento como dificultarlo a través de planes gubernamentales que, por ejemplo, promuevan la gentrificación y el desplazamiento de personas que usan drogas. Además, el trabajo de estas organizaciones es sensible a factores como la violencia de los cárteles y las condiciones climáticas extremas, que pueden dificultar la atención de sobredosis.
El principal problema de la falta de financiación gubernamental radica en que las organizaciones deben ajustarse a las prioridades de los financiadores externos, que no siempre están alineadas con las necesidades locales. Aunque la atención a la crisis del fentanilo es una prioridad para la embajada de los Estados Unidos en México, un problema urgente, quizás el principal problema de salud pública relacionado con el consumo de drogas en la región, tiene que ver con la metanfetamina.
Es a partir de este panorama que considero que las lecciones aprendidas de la experiencia mexicana son numerosas y valiosas para Colombia. La principal lección es la necesidad de una financiación gubernamental suficiente y sostenida en el tiempo. Mientras la reducción de daños no sea reconocida como una prioridad de los gobiernos y esto se refleje en acciones concretas que permitan su sostenimiento, las organizaciones seguirán obligadas a someterse a las condiciones de financiación de externos, aunque están no reflejen las necesidades locales.
En Colombia, aunque la reducción de daños ha sido reconocida como una prioridad, las organizaciones siguen sin recibir apoyo económico. La reducción de daños no puede seguirse financiado a través de fondos dirigidos a la prevención y atención del VIH porque entonces seguiremos condenados a la priorización de programas para personas que se inyectan drogas. La excesiva atención que damos en nuestro país al asunto del fentanilo, un fenómeno prácticamente inexistente, desvía nuestra atención de otros problemas que impactan fuertemente la salud pública como el consumo de alcohol, basuco o el denominado tusi, que hasta el día de hoy no hemos sabido muy bien cómo abordar desde la reducción de daños.
La articulación entre estos programas y otras redes locales de servicios, que complementen la atención y la hagan cada vez más integral, también es una lección que Colombia puede y debe apropiar. Lograr la atención integral no debe estar en manos de una única institución y/o organización, puesto que esto también implica un riesgo para la comunidad que recibe los servicios; en caso de que la organización no logre su sostenimiento, muchas necesidades quedarán sin ser atendidas.
Igualmente, la articulación entre la academia y estos programas es fundamental. Los programas de reducción de daños que son operados por organizaciones de base comunitaria no tienen la capacidad de integrar en sus equipos el cuerpo de investigación suficiente, ni pueden destinar los fondos suficientes para lograr procesos investigativos, en medio de las inmensas necesidades de las comunidades. Las universidades y centros de investigación pueden y deben apoyar la sistematización de la información de estos proyectos, aportando insumos para su mejora y adaptación continua.
Por último, la vigilancia continua es también otra lección que nos deja la situación en la frontera. Es a través de las pruebas de detección rápida y los servicios de análisis de sustancias que en estas comunidades ha sido posible responder de manera oportuna a la aparición de nuevos adulterantes en el mercado ilegal de drogas.
La experiencia de la frontera norte de México destaca la importancia del trabajo comunitario y de una respuesta adaptativa y coordinada para la reducción de daños. La priorización de las necesidades locales, la financiación adecuada y la articulación con la academia y otros servicios son elementos clave que Colombia debe adoptar para fortalecer sus programas de reducción de daños y abordar de manera efectiva los problemas de salud pública asociados al consumo de drogas. No basta con que el gobierno reconozca la necesidad de fortalecer la reducción de daños si ese apoyo gubernamental no se ve reflejado en apoyo económico. Dos países cuyos gobiernos tienen posiciones diametralmente opuestas sobre la reducción de daños reflejan una misma realidad en los territorios y es que la reducción de daños solo es posible a través de apoyo político, pero sobre todo económico.