Los nombres de la vergüenza

Óscar Parra Castellanos
09 de agosto de 2018 - 09:03 p. m.
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Rito Antonio Díaz Duarte era el presidente de la Junta de Acción Comunal de la vereda La Cabuya en Tame, Arauca. Había sido un líder social de su comunidad en una región que ha sufrido la crudeza conflicto armado, pero a pesar de las amenazas continuaba recogiendo dinero para mejorar la vía que le da acceso a su vereda.

Una noche, hombres armados con uniformes camuflados y pasamontañas llegaron a la vereda, se llevaron a Rito y a otras tres personas. Los cuatro aparecieron muertos al otro día junto a un puente de la zona.

Aunque parece la historia reciente del asesinato de un líder social, los hechos ocurrieron hace 20 años, en noviembre de 1998. Este crimen no solo recuerda que la violencia contra el liderazgo en las comunidades ha sido permanente durante el desarrollo del conflicto armado, sino que pone en evidencia una circunstancia que ha sido casi una constante en estos crímenes: el anonimato de quienes los ordenan.

La masacre de La Cabuya no tiene una verdad judicial que aclare quiénes son los responsables. En su momento, la prensa, a partir de los testimonios de la comunidad en la zona, señaló que el grupo que había perpetrado los crímenes era “Los Masetos”.

¿Quiénes eran “Los Masetos”? Este es solo una de las muchas palabras que la sociedad colombiana terminó acuñando para señalar alianzas criminales, regionales en la mayoría de los casos, que involucran desde narcotraficantes y bandas de crimen organizado, hasta miembros de la fuerza pública, políticos y empresarios. Un fenómeno que ha ido mutando con el pasar de las décadas y que durante un tiempo tuvo el certero mote de paramilitarismo.

El origen de la palabra “masetos” tiene que ver con la conformación del grupo Muerte a Secuestradores, MAS, creado por narcotraficantes del Cartel de Medellín en 1981, luego de que el M19  secuestrara a Marta Nieves Ochoa, hermana de los capos Ochoa Vásquez.

La secuestrada fue liberada meses después y no se tiene certeza de que el MAS haya seguido funcionando como una estructura única. Sin embargo, la palabra “maseto” se popularizó para referirse a cualquier miembro de un grupo paramilitar durante la década de los ochenta y parte de los noventa.

El principal foco del paramilitarismo en el país para la época era el Magdalena Medio, en donde se montaron escuelas con mercenarios extranjeros para enseñar a torturar y masacrar, con el apoyo de miembros de la fuerza pública y de la inteligencia del Estado.

Narcotraficantes, políticos y esmeralderos tomaron los hombres entrenados y se los llevaron por todo el país para cuidar sus intereses, expandiendo el paramilitarismo, que llegó con masacres y asesinatos de líderes sociales. En ese momento nació otro término para nombrar a quienes sembraban el terror: “Los mochacabezas”.

La situación cambió por un tiempo. La familia Castaño, primero con Fidel y luego con sus hermanos Carlos y Vicente, apareció en público ofreciendo una versión de una especie de ejército de derecha que combatía exclusivamente a las guerrillas. Allí nacieron las siglas que incluían la palabra “autodefensa” y que buscaban demostrar que eran grupos de “personas de bien” organizadas para combatir los desmanes subversivos, sin relación directa con narcotraficantes, políticos, miembros de la fuerza pública o empresarios. La historia se encargó de desmentirlos.

Luego de la desmovilización paramilitar volvieron los eufemismos. Nacieron las “bacrim”, una extraña sigla para determinar a las bandas criminales herederas de los paramilitares. Y luego las “Águilas Negras”, que tan frecuentemente se atribuyen amenazas y asesinatos de líderes sociales. Son otras palabras para describir un grupo, que al igual que sus antecesores no existe como estructura criminal, pero que sí le vuelve a poner un nombre a un fenómeno que el Estado colombiano ha sido incapaz de erradicar.

No sabemos por ahora cuál es el alcance de esta nueva mutación. Lo que indican las investigaciones realizadas por el portal La Paz en el Terreno, de Rutas del Conflicto y Colombia 2020, es que, efectivamente, en varias regiones en las que hay intereses claros relacionados con negocios legales e ilegales sobre recursos naturales, cultivos de coca y el acceso a tierras, entre otros muchos asuntos, esta nueva franquicia de violencia ha vuelto a poner la mira sobre el liderazgo social.

 

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