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Es una verdad hegemónica, excluyente e indolente: la única culpable de la violencia de las últimas décadas fue una guerrilla aupada por líderes sindicales, campesinos, estudiantiles y en general, esa “gente de izquierda” que quiere un país comunista. Un discurso lleno de odio que se volvió, para muchos, la única versión posible de nuestra historia.
He visto a personas que no han conocido a un indígena nasa del norte del Cauca; no han visto cómo vive un campesino en los Montes de María; no diferencian entre la marihuana y la coca; o ni siquiera han entrado a una universidad pública. Sin embargo, hablan con propiedad, con certeza: terroristas, narcotraficantes, guerrilleros.
Un discurso que se volvió paisaje para gran parte de la sociedad y ha seguido alimentando el monstruo del estigma que no para de justificar a esos llamados ‘buenos muertos’. Una retórica que va de la mano con esa idea de que la única violencia que ha vivido este país es la de unas guerrillas terroristas contra un estado pulcro, una verdad simplificadora y conveniente, que niega la existencia de un conflicto armado.
Reducir toda la responsabilidad de la violencia al accionar guerrillero es indolente con los miles de asesinados y millones de desplazados de las últimas cuatro décadas. No fueron unas cuantas ‘manzanas podridas’ dentro del Estado las que terminaron gestando y apoyando el avance del paramilitarismo desde los ochenta; no fueron apenas unos casos aislados las violaciones de Derechos Humanos por parte de miembros de la Fuerza Pública.
Por el contrario, lo que ocurrió fue la implementación de una política de Estado soterrada, que, entre muchas otras cosas, formó a miles de policías y militares para que persiguieran a cualquiera señalado de comunista, a cualquiera que estuviera dispuesto a protestar o a reclamar sus derechos. Estos estereotipos siguen presentes en la violencia que deja líderes sociales asesinados a diario en todo el país.
Después de algunos años de un mea culpa parcial por parte del Estado, pareciera que esta verdad excluyente vuelve a ser el discurso oficial. Los muchos trinos y declaraciones de Darío Acevedo, el nuevo director del Centro Nacional de Memoria, CNMH, han generado una enorme incertidumbre y un temor a que se destruya cada pieza de este rompecabezas aportado por organizaciones sociales, el periodismo y la academia.
Los intentos por debilitar y eliminar la Justicia Especial para la Paz, JEP, van en el mismo sentido. Los acuerdos de paz con las Farc nos dieron una enorme oportunidad de tener por primera vez un tribunal que proporcionara verdad a cambio de beneficios en las penas a todos los posibles actores del conflicto.
La JEP está lejos de ser un tribunal exclusivo para juzgar a las Farc y, aunque cada vez con más trabas, abre la puerta para que miembros de la Fuerza Pública, políticos y empresarios puedan aceptar sus responsabilidades en estas décadas de violencia. Por eso es tan importante respaldarla.
La coyuntura actual ha construido una ciudadanía mucho más informada y activa políticamente. Será muy difícil que estas verdades oficiales se vuelvan a imponer sin que exista una resistencia de gran parte de la opinión pública. El respaldo en redes sociales a la JEP y las candidaturas y nombramientos fallidos para dirigir el CNMH son una clara muestra de que algo ha cambiado.
Rutas del Conflicto, el proyecto periodístico que dirijo desde hace cinco años, nació en medio del respaldo que le dio el CNMH a propuestas digitales que ayudaran a contar una historia más incluyente y menos sectaria. Rápidamente, luego de nuestro lanzamiento, continuamos un camino independiente, y aunque siempre tuvimos claro que el CNMH era una fuente gubernamental, siempre tuvimos un enorme respeto por los trabajos académicos de la entidad. Estaremos atentos a fiscalizar los nuevos rumbos de esa institución.