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Manuel guarda en su cuerpo, aunque más en su alma, las heridas de la guerra. A pesar de todo, continua con su humilde oficio de ser el campanero del pueblo, un caserío casi abandonado que lleva el nombre de un noble misionero que en otros tiempos ayudó a colonizar la zona. En el Catatumbo, algunos de sus poblados tienen nombres de misioneros católicos, que bajo las ideas del “progreso” y “la modernidad”, diezmaron a los bravos Barís y aportaron a la colonización de esta zona aún agreste por su hermosa vegetación selvática.
En el Catatumbo, la colonización nunca ha parado: en un primer momento fue la Iglesia Católica con las empresas petroleras, en tiempos más recientes han sido los diversos grupos armados con sus diferentes siglas, pero todos con fusiles sometiendo a sangre y fuego a la población. Fue este lugar, bastión de la ya casi extinta guerrilla de las Farc, también del Eln, y como si fuera poco, la trinchera del único y último frente que sobrevive a la desmovilización del Epl, en los 90. También es el botín que se disputan políticos de otros lugares del país quienes han comprado casi montañas enteras para continuar explotando ilegalmente el carbón que todos los días entra a Cúcuta en caravanas de volquetas y legalizan bajo el nombre de alguna empresa.
Manuel fue víctima de una colonización más feroz, la del paramilitarismo. Todavía es común verlo en el parque abandonado del viejo pueblo, recordando con la mirada triste cuando los niños, entre ellos su hijo Carlos, jugaban a la pelota, o tal vez recordando las perturbadoras imágenes de las cabezas de los jóvenes del caserío con las cuales los paramilitares jugaron al fútbol. Aún existe el árbol de mangos donde estos escuadrones de muerte amarraron a jóvenes acusados de ser guerrilleros y, como en la edad media, los torturaron por horas, colgándolos de sus brazos atados con una soga.
El día señalado, Manuel salió como de costumbre en su mula hacia su finca, como le llaman los campesinos a su pedacito de tierra con la siembra del pan coger. Se había levantado muy temprano, con las gallinas. Después de rezar el padre nuestro y tomar el agua de panela caliente con pan, que María, su mujer, le trajo, sacó por la puerta del patio a “corozo”, su peculiar mula colorada. La organizó y se montó. Salió a la calle y se fue en dirección rumbo a su parcela, ubicada a dos horas del caserío.
Días atrás, habían llegado noticias de que un grupo de personas armadas con uniformes del ejército se movían en la zona, esto no atemorizó al pueblo de Manuel. Tal vez pensaron que siendo ellos pobres que otra cosa les podían quitar más que algunas cabezas de ganado, gallinas, mulas o cerdos. Pero la sorpresa de Manuel al regresar de su parcela, fue encontrar que no solo les habían robado los animales sino que además habían violado a las mujeres más jóvenes, y asesinado a los muchachos, entre estos a Carlos, su hijo.
Como lo narra Manuel, la escena fue dura. Al atardecer, y cargado con bultos de legumbres que traía su mula, a paso de campesino y guiándole el camino a su bestia, entró en dirección a su casa halando del cabestro, rodeando el parque principal. Lo sorprendió desde la primera calle el mutismo de su gente encerrada en las casas, después los cadáveres sin cabeza de tres jóvenes tendidos en el pasto del parque, y su hijo desnudo amarrado al árbol de mangos. Los asesinos, según cuentan, no habían dejado tocar los cuerpos y por eso permanecían allí.
La reacción de Manuel fue instantánea, cortó como pudo la soga de la cual pendía su hijo, el cuerpo frío delataba la muerte. Comenzaba a oscurecer y la Iglesia permanecía abierta. Entró al templo y le quitó al santo de Nazaret el manto que lo cubría, con este cubrió a su hijo. Y así envuelto se lo llevó a casa, luego volvió por la mula con un dolor que lo partía en dos, y conteniendo el shock de su esposa, dispuso todo para la velación. Después más gente se sumó y decidieron qué hacer con los demás cuerpos. En agradecimiento, o remordimiento, con el santo nazareno al que le tomó su manto, Manuel prometió tocar las campanas hasta el día de su muerte, tal vez como un eco de su lamento que resuena todos los días al atardecer por las montañas del Catatumbo.