Miopía ante la violencia estructural

Joan C. López / Columbia University
27 de octubre de 2022 - 04:24 p. m.
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En estos últimos días hemos sido bombardeados por algunos medios de comunicación y por los activistas de las redes sociales con imágenes de violencia espectacular entre indígenas Emberá y la Policía en Bogotá. Mientras todo tipo de utilización de la violencia debe ser reprochada, las imágenes que vimos tienen un trasfondo, quizá más violento, que hay que tomar en cuenta. Al “cauce que empuja al río” también hay que ponerle cuidado.

Las comunidades indígenas a lo largo y ancho del país han sido violentadas al menos desde el siglo XVII por supuestamente representar, primero para Europa occidental y después para Estados Unidos y Canadá, un impedimento al desarrollo histórico de la humanidad. Y en Colombia creímos y compramos ese cuento. Por defender sus territorios ante la explotación del caucho, de la hoja de coca, del petróleo, del carbón y otros elementos naturales fetichizados por el mercado global, se le ha sometido a la violencia directa—o sea, al látigo y a la bala.

Ahora, a las comunidades indígenas de Colombia no solo se le ha sometido a la violencia directa de la bala, sino también—y quizá en mayor medida, a lo que Johan Galtung llama “violencia estructural”. Esto tiene que ver con las prácticas y las instituciones sociales, tales como las políticas públicas sobre la salud y la educación, la infraestructura, el modelo económico y la distribución del capital, que impiden que comunidades específicas (las indígenas en este caso) logren suplir sus necesidades básicas.

No tener acceso al agua potable, a una educación digna, a la participación concreta en la política, son formas de violencia estructural porque le hacen daño, a veces más que una bala, a las personas de dichas comunidades. De hecho, el médico y antropólogo de Harvard, Paul Farmer, en su libro Las patologías del poder, dice que la violencia estructural le hace daño y mata más gente que la violencia directa…la de la bala.

Cuando vemos a las comunidades indígenas movilizándose por el país, es precisamente a este tipo de violencia a la que le están respondiendo. Salen a manifestarse ante la violencia estructural a la que sus hijos, hijas, mayores y mayoras, son sometidos. La respuesta del estado colombiano siempre ha sido la utilización de la fuerza que termina desencadenando enfrentamientos violentos que se hacen sensacionales por medio de los medios de comunicación.

La mayoría de colombianos hemos aprendido a quedarnos ahí; en lo espectacular de la violencia, siendo miopes ante el escenario histórico y político en donde se sostienen estos enfrentamientos violentos. Según Ati Quigua y Diego Cancino, en entrevista con María Jimena Duzán en su podcast, A fondo, la Alcaldía de Bogotá y el gobierno nacional pasado le ha incumplido a la comunidad Emberá un compromiso sobre el sostenimiento de elementos básicos, como agua potable, y la ejecución de políticas de inclusión.

Las condiciones de vida de la comunidad Emberá, que a su llegada a Bogotá pasó siete meses en el Parque Nacional, es francamente deplorable. Vivieron al menos dos meses sin agua y entre roedores; además denunciaron la muerte de dos personas. Cuando salieron a protestar por los incumplimientos fueron recibidos en el centro de Bogotá con la fuerza de la Policía y eso desencadenó un enfrentamiento violento que dejó a varias personas, tanto Emberás como policías en graves condiciones.

En Colombia no podemos seguir respondiendo a estos hechos con más violencia ni con la estigmatización de las unas y los otros. Siempre nos quedamos en que:

— ¡es justo que se le de palo a un agente de policía!

— o, ¡que se dispare con gases y balas de caucho a los manifestantes!

— o, ¡que se persiga y encarcele a los violentos!

Sí, es importante hacernos estas conjeturas y pensar en cómo responder cuando la violencia asalta nuestra comunidad. Pero también debemos ponerle cuidado a la estructura política y económica que ha servido como semillero de violencias desde hace 200 años. Yo en realidad me pregunto a veces, ¿cómo las cosas no están peor en este país?

Y en esos momentos recuerdo a C.L.R James, que nos enseñó por medio de su estudio meticuloso de la revolución de los esclavos haitianos, que cuando se lee la historia con rigor y cautela, nos sorprendemos más de la paciencia de los oprimidos que de su ferocidad. Si queremos hablar seriamente de la construcción de paz en Colombia debemos ponerle más cuidado a la raíz de los conflictos violentos y las estructuras que los sostienen, que a sus síntomas y efectos. Debemos pensar en cómo echar a andar prácticas sociales y construir narrativas que incluyan, que sumen, que construyan, y no que excluyan y separen.

Por Joan C. López / Columbia University

 

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