Ni la pandemia nos puede despertar

Laura Baron-Mendoza
29 de abril de 2020 - 04:03 p. m.

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Desde hace unas semanas se han escuchado las peticiones para dejar a un lado la violencia armada, desde Colombia, hasta el continente africano. Tal vez un virus podría despertar a aquel cuya fascinación se enclaustra en una lectura individual y, por lo tanto, caracterizado por la inhabilidad de considerarse como parte de un todo sin rótulo alguno ¿Equivocación? 

29 de marzo de 2020: La guerrilla del ELN decreta un cese al fuego unilateral que se uniría al llamado global, hecho por el Secretario de Naciones Unidas, de silenciar la guerra en favor de la solidaridad y humanidad en medio de la crisis mundial impuesta por el COVID-19.

1 de abril de 2020: Inicia el cese al fuego unilateral y, con este, los susurros alentando a explorar el reactivar los diálogos de paz.

26 días después: (La repetición de la repetidera) Se anuncia la no prolongación del cese. Culpas van, culpas vienen; acusaciones van, acusaciones vienen. Mientras tanto, la ciega e indiferente sociedad colombiana, liderada por la cristalización de estereotipos, sigue subsumida en un macabro juego de imágenes en donde el miedo, la venganza y, tal vez, el odio, llevan la delantera.

Ni una pandemia ha podido entrever la futilidad de la violencia armada en Colombia. Son los intereses individuales, los estigmas y los odios heredados los que siguen obstaculizando el alcanzar una distancia reflexiva que escape de lecturas simplistas y maniqueistas de amigo – enemigo, Estado y quienes siguen empuñando un arma. La imagen de la violencia colombiana es más compleja que esto.

Esta pandemia no es sino una calamidad adicional para las poblaciones que ya estaban y continúan sufriendo los efectos de la guerra. No es sino una calamidad adicional idónea para visibilizar las erróneas prioridades que han protagonizado la historia en detrimento de una cohesión social que sigue siendo una de las víctimas más afectadas desde las decimonónicas dinámicas autodestructivas. Sin importar que un virus, que no discrimina, esté al acecho, el clientelismo y la red burocrática siguen fungiendo como factores de indiferencia y reproductores de desconfianza que nublan el cambio como opción. El Estado, las disidencias de las FARC, Clan del Golfo, Los Caparrapos, Los Pelusos, Las Constru y el ELN, por mencionar algunos actores armados que figuran en los tabloides de violencia colombiana, así como la sociedad pasiva y cómplice discreta, persisten en la postura del vivo vive del bobo; del aprovechar los quince minutos para conseguir lo propio y de aniquilar al enemigo, aunque no se tenga claridad de quien sea ese, y menos de quien se es. Un posible abandono de dichas posturas arraigadas, casi genéticamente, permitiría entender que un cese al fuego no es un gesto al país, es un gesto a sí mismo.

Voy a adoptar una expresión empleada por María Victoria Uribe y Juan Felipe Urueña en uno de sus libros, Miedo al Pueblo. Según ellos, uno de los clamores sociales, y, por tanto, condiciones para, si quiera, entablar un diálogo, no solo radica en la asignación de un estatus político al adversario con el fin de embarcarse en un galeón caracterizado por la simetría de las partes. Además de ello, es indispensable un proceso de descontaminación simbólica. En otras palabras, el día en que las imágenes y representaciones (tanto gráficas como verbales) en detrimento de uno y otro dejen de estar en guerra, se podrá considerar un diálogo despojado de deformes caricaturas, consideradas realidad, que den paso a un espacio de construcción democrática y simétrica.

Con todo, es necesario persistir augurando que una pandemia, esta pandemia - aunque considerada por unos cuantos como herramienta de política y, por tanto, un virus de uso ilícito - permita dilucidar nuestra propia fiesta de la insignificancia.

@laurabm02

 

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