Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Durante las fiestas de fin de año pensé mucho sobre lo que nos han enseñado de Colombia y su historia. No solo en colegios y universidades, sino también por medio del cine, la música, la literatura, la pintura y el periodismo. Por medio de imágenes afrancesadas o norteamericanizadas de lo que unas pequeñas élites económicas y políticas aspiran para Colombia, se nos ha negado la posibilidad de explorar lo que hemos sido y lo que podemos llegar a ser como nación. Se nos ha negado el poder ver una parte de Colombia que también es nuestra. Recordé mucho al maestro William Ospina, quien siempre ha dicho que en Colombia el que no quiere ser francés quiere ser norteamericano…y que los que se salvan, los más patriotas, aspiran a ser mexicanos.
Durante los primeros días del año llegué a una librería en Chapinero y hablando con el librero sobre mi preocupación, me mostró un libro que decidí traer conmigo. El libro se llama Antes de Colombia: Los primeros 14,000 años, del profesor Carl Henrik Langebaek. Una de sus premisas aclaró un poco mi preocupación: “la mentalidad colonizada implica que la gente no tiene idea de donde está parada, literalmente”, escribe Langebaek.
Es verdad. Nos la hemos pasado mirando hacia afuera, entendiéndonos a partir de lo que nos han dicho que debemos ser pero que no somos. Y esto nos ha llevado a ver nuestro pasado, vivir el presente, y pensar el futuro alienados del mundo concreto que nos rodea. Son pocos quienes conocen la fauna, la flora, la riqueza de lenguajes y formas de vida que habitan en Colombia. Es de ahí, desde la alienación de nuestro propio mundo, donde parten muchos de nuestros problemas, tales como el racismo, el machismo, el clasismo, y por supuesto el conflicto armado interno que parece infinito.
Durante los primeros días del nuevo año, con esta preocupación a cuestas, también vi unas imágenes que me alentaron mucho: parejas de enamorados, familias enteras y personas solas viajando por los lugares más recónditos del país y haciendo alarde de sus hallazgos, que iban desde comidas y bebidas exquisitas, plantas hermosas y poderosas, lenguas sofisticadas, paisajes de ensueño y mucho más. En conversaciones con amigos, familia, y colegas en Bogotá, muchos expresaron su deseo de conocer el Guaviare, el Bajo Cauca antioqueño, el Chocó, la Guajira o Putumayo, por mencionar algunas zonas del país. Lugares como la Plaza de la Perseverancia en el centro de Bogotá hoy están llenos de colombianos curiosos por oler y probar comidas exquisitas, y el festival Petronio Álvarez en Cali pasó de ser un símbolo de desorden y mal gusto a ser uno de los festivales más visitados por jóvenes y viejos de todo el país. Algo está cambiando.
Cuando en mi infancia muchos miraban hacia afuera buscando su identidad, hoy muchos desean mirar hacia adentro, hacia los ríos, las montañas, los vecinos que hablan lenguas milenarias, para redefinir su identidad personal y colectiva.
Cuando el antropólogo Michael Taussig escribió sobre el efecto del colonialismo en Latinoamérica, nos enseñó que donde el indígena, el africano, y el europeo le dieron vida al “Nuevo Mundo”, también quedó un espacio de terror y muerte. Siento que, gracias al Acuerdo de Paz del 2016, y sobre todo a la interminable labor de las personas que han cuidado la fauna, la flora, y que han preservado lenguas y costumbres milenarias a pesar de la guerra, hoy en Colombia estamos sanando esa herida colonial, el espacio de terror/muerte del que nos habla Taussig.
Quizá no queríamos mirar hacia adentro porque lo único que veíamos era terror y muerte (cosa que no ha cesado del todo). Nos espantaba mirarnos al espejo. Pero gracias al trabajo de las constructoras de paz, de los líderes sociales y de los que le han apostado a la paz desde el Estado, hoy tenemos el deseo de ver esa otra parte del país que la guerra y las malas intenciones económicas y políticas nos han ocultado.
Mi deseo de año nuevo es que sigamos el camino de Humboldt, quien le mostró a occidente la magnificencia de la geografía colombiana—que de paso sirvió como ímpetu para la independencia—para así interrumpir la alienación que no nos permite saber dónde estamos parados. Nunca hemos tenido sentido colectivo de nación, pero creo que caminando el país, comiendo de sus frutos, conociéndonos los unos con los otros, escuchando historias de quien parece radicalmente diferente a uno, aprendiendo sobre prácticas sociales milenarias, mirándonos a los ojos, construiremos un sentido sano de colombianidad. Uno que nos permita mirarnos al espejo sin espantarnos.